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Anatomía de un viaje

TE LEVANTAS tempranísimo y coges un taxi al aeropuerto. El taxista te explica que vas a llegar en un plisplás porque a esas horas, ya se sabe, no hay nadie salvo tú. Te explica también que la culpa de todo la tiene el pueblo. ¿Cómo? Te das cuenta de que, entre una y otra explicación, añadió algo y te lo perdiste. Información clave. ¿El pueblo? Sí, dice, por dejar gobernar a los ladrones tanto tiempo. ¡Ah! Ahora sí. Vuelves a sufrir un lapsus mental, fruto de la hora y la ausencia de cafeína, y de repente te está diciendo que los gallegos que viajan para tirarse en una playa debieran pagar un impuesto especial por tontos. Tú eres una de ellas, ay si supiera. Dice que se viaja para ver cosas y probar otras comidas. Quizás te condone la tasa, ya que también verás cosas y probarás comidas. Que la gente va por ahí comprando billetes a Benidorm y Cancún y olvidándose de gobernantes ladrones y de ‘lo de Grecia’. Supones que tienes que darle la razón en todo y eso haces.

Haces un trasbordo en un aeropuerto abarrotado y es la hora de comer. Eliges un plato en el mostrador de un restaurante en el que todos los trabajadores llevan mascarillas sobre la frente o colocadas como un collar al cuello, ninguno sobre la boca. Con el plato en la mano, ves que la dependienta de la tienda de bañadores de enfrente lleva una mascarilla antipolución incrustada sobre la cara. Cruza por delante, a paso ligero, la azafata de una compañía de los emiratos con un modelo aún más sofisticado: parece una máscara antigas.

Mosaico de caras que te vas encontrando en un periplo vacacional

Buscas un sitio para sentarte a comer y acabas en el suelo, desde donde ves a un monje budista envuelto en la túnica naranja. Está tan fresco con esa vestimenta, unos metros de tela que pareciera que alguien extiende frente a él cada mañana y él simplemente gira para enroscársela. Tu privilegiada perspectiva infantil gracias a la ausencia de asientos te permite comprobar que no es tanta la frescura y que cubre sus pies y pantorrillas con gruesos calcetines color carne. Medias de descanso para el monje que se acerca a la papelera, tira un recibo y, tras girar la cabeza a uno y otro lado como en un micropartido de tenis comprobando si alguien le mira, se decide y escupe.

Justo al acabar de comer queda un sitio libre, en virtud de la infalible Ley de Murphy. Te sientas junto a una niña inglesa en esa edad de dibujo animado japonés que alcanzan todos los niños en algún momento. A unos les dura más y a otros menos. Es, por tanto, de cuerpo minúsculo, gran cabeza y ojos gigantescos. Sus pestañas hacen viento. Llega su padre y le tiende un montoncito de periódicos, como si le ofreciera lectura para el viaje. La niña va girando cabeceras, pejiguera, como si nada le valiese. The Times, The Financial Times, The Daily Telegraph, The Guardian... Su padre no discrimina nada, pero ella, todo. Gira el último, el Independent, y entre las páginas encuentra un chupachup. Se le ilumina la cara, justo lo que su padre esperaba con esa vieja broma entre ellos, supongo. Si realmente fuera un dibujo animado japonés, de la emoción se le encharcarían los ojazos, sin que llegase a caer nunca lágrima alguna.

En el avión te sientas al lado de una chica joven, alta y pálida, que lee concentradamente a Chejov en ruso. Una imagen del pasado encarnada. Si un publicista de hace siglos tuviese que elegir una modelo del futuro para promover la lectura de clásicos, ella sería perfecta. Pasado un rato, saca de la mochila un Iphone 6, elige a Beyoncé y se pone los cascos. También es una modelo perfecta del presente, por lo visto.

Ella dice que no comprende cómo le regatean por su trabajo veraneantes que acaban de gastarse 15 euros en unas tumbonas

Te toca después esperar por el tren que te dejará, al fin, en tu destino. Una mujer china de unos 40 años es la única otra viajera del andén. Pegáis la hebra. Confiesas que estás de vacaciones y te pregunta, a modo de taxista gallego, si es que en tu país no hay playas. Ella va a trabajar y, aunque sabes la respuesta, dices «¿de qué?». Da masajes en la playa a los turistas: 20 euros por media hora de vapuleo de carnes enrojecidas y rebozadas de arenas, como amasar croquetas. Dices que no entiendes ese gusto por los masajes playeros, ella dice que no comprende cómo le regatean por su trabajo veraneantes que acaban de gastarse 15 euros en unas tumbonas, que las tumbonas no hacen nada salvo estar. Lleva diez años fuera de China y hace cuatro que no puede ir de visita. Es el tiempo que lleva sin ver a su marido y dos hijos, que regresaron para vivir definitivamente en Fujian. No sabe cuándo volverá, no lo hará hasta que sus hijos se licencien de la Universidad, que pagará a golpe de masaje. Recita: escuela primaria, escuela media, escuela secundaria, examen de admisión y universidad. No quiere ni pensar cuántos años son esos.

Llega el tren y parte, al fin. Vas en él saboreando el fin del viaje.

Al día siguiente te levantas y vas a la playa. También tú alquilas una tumbona que no hace nada salvo estar. Desde esa atalaya piensas, un poco avergonzada, en el taxista arengador. Alguien te saluda bajo un sombrero de ala anchísima. Pagas entonces un masaje que rechazas recibir. La Universidad está carísima.

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