Blog | El portalón

Cómo no escribir

Quieres sacarle un libro a un viaje en tren y le sacas una frase

EL TREN ES el medio ideal para los que aprecian la vida contemplativa, que llegan tarde, que no quieren ir sino ser llevados. Es el mecerse y el abandono, creo, la combinación que lo hace tan fantástico. Una cuna gigante cruzando bosques. Y es tan literario, que te mete ideas en la cabeza que luego no sabes cómo resolver. Quizás no Renfe particularmente, pero sí los trenes. El verano pasado subí al Transiberiano con un cuaderno de tapas negras que llevé sin estrenar. Porque he leído a Theroux sé que se puede escribir el libro de un viaje en tren durante el propio viaje y hacerlo bien no una, sino muchas veces. Cargué con la libreta porque a veces tengo esos empeños, unos anhelos que quién sabe de dónde vienen. No sé qué me creo.

Volví a casa, un mes después, con una única frase. La primera hoja es un infinito blanco cruzado por: "Dos pájaros en un hilo telefónico que no se acaba nunca. Tres señores en una moto". Ese es mi libro.

Ilustración para el blog de María Piñeiro. MARUXA

Medio año después, abro el cuaderno. Entiendo que, aunque Theroux lo consiga, el prurito literario que te entra pensando en trenes se autocancela si estás dentro de uno. Te arrastra su balanceo, esa proyección eterna del paisaje y los paseos en pijama por el andén, café en mano. Te detienes en las ciudades y visitas frenéticamente museos y monumentos, asoma Lenin en cada esquina con la barbilla al cielo; comes lo que sea, todo sabe a eneldo.

Se supone que vas para ver todo eso, para hacer todo eso. Pero después vuelves al tren y esa certeza se borra. No sabes si estarás ahí más bien para aquello otro, ver pasar tras el cristal bosque tras bosque de abedules, con sus tronquitos blancos y finos, ese ejército de palillos, casas de madera; cementerios cerrados con verjas turquesa, llenos de flores de plástico; plantaciones de trigo sarraceno. Para eso y para no escribir. Ni acordarte de la libreta.

Cruzas un país enorme, pasa entero y no tocas boli. Llegas a otro y, quién sabe si por vergüenza o culpa, por justificar el peso mínimo del cuaderno, la molestia de encajarlo en la bolsa, medio doblado, escribes una frase. Mira tú qué cosa, la banalidad. ¿No habrías podido poner algo más, otra? ¿No tiene Mongolia los cielos más grandes del mundo, tanto que parece que físicamente te pesan sobre los hombros; el paisaje llano y vacío, la rareza marciana de una planicie sin árboles, que no puedes parar de mirar, tragando por los ojos, que te vuelve loca porque ya no sabes calcular la distancia, porque todo resulta estar lejísimos y no lo parece, ahora que ya no tienes referencias de las que tirar?

Mil cosas distintas podrías haber puesto. La tristeza de los supermercados, incluso de los caros: un 80% importación, un 20% local. Como quien no sabe salir de casa, todo lo que quieres comer viene de fuera. Del país son unas zanahorias gordas y torcidas que parecen boniatos; la leche fermentada y moldeada que te ofrecieron y aceptaste cumplidora pensando que parecía un gusanito y la carne del mejor cordero, con cuya lana se hacen jerseys esponjosos. También la gente, los señores bajitos y recios, colorados por los aires que no paran de soplar sin árboles que los detengan pradera adelante, que se ponen para las bodas el traje tradicional y se ajustan la túnica con un cinturón, guardando de todo en la parte superior, el tabaco, algo para picar, un Ipad. Pero si son impresionantes, si galopan sobre esos caballos de piernas retacas y los montan de pie, como si les obligara la oficina de turismo a no traicionar el mito. Y sin embargo, eliges ese horror del cable y la moto. Con todo el tiempo del mundo para mirar y ser mecida, dedicas medio segundo a esa obviedad.

Mira ahora cómo, con la hora de cierre encima, se escriben otras cosas. Qué difíciles, qué lentos deben de ser los libros, con todos sus días y hojas, y qué rápidos los periódicos, con sus relojes y caracteres por llenar.

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