Blog | El portalón

Desensibilización nostálgica

                                           A veces ansío el otoño y otras veces pienso que este verano no está nada mal

ALGUNOS DÍAS me lo tomo casi como un trabajo. Me pongo los cascos y dejo que suene una canción y dos. Para cuando llega la tercera generalmente apago porque me parece que ya he cumplido. Como si intentarlo, solo eso, ya fuera un entrenamiento en sí mismo.

A este grupo no lo puedo escuchar desde hace años. No lo resisto físicamente. Me resulta intolerable y eso que no ha hecho nada, solo dejar de existir. O más bien, existir en otro momento, en un mundo diferente, cuando yo también era distinta. Cada una de sus canciones me trae aquello y me lo embellece, como si, a poco que me fijase, no fuese yo capaz de verle las costuras a esa construcción, como si no supiese cuánto tiene de mentira.

Me doy cuenta, y no me gusta, de que soy fruto de mi tiempo, tengo los tics de mi generación. Sufro de esa visión autorreferencial de la historia y, por tanto, esta acaba siendo muy breve y limitada. Soy además terriblemente nostálgica, lo cual me enerva. Hago esos programas de desensibilización musical, como una alérgica al huevo, pero los abandono por ineficaces. Quizás de todas las cosas que me he ido añadiendo con el tiempo esa morriña constante es lo más inesperado.

El verano era antes despreocupado, curioso. Con ese calor temblequeante y noches callejeras. Con esos sueños pesados, de caer muy hondo. Vivía una vida allí sumergida y cuando salía de ellos, lo hacía apresurada, sin pauta de despresurización, por eso recordaba tanto. Si refresca, se sueña diferente, se sueña contenido, sin abandono.

Ahora, no sé cómo, el verano es inquieto, temeroso. Lleno de posibilidades que, para alivio de todos, nunca ocurrirán. La intriga ya no es un valor: quiero saber lo que me espera. Al mismo tiempo, sé, mejor que nunca antes, que ese conocimiento es imposible. Cuando me agarra una ensoñación, es siempre otoñal, hay fresco: hay mantas, hay cafés calientes, hay la vida cotidiana y las puertas para adentro. Al contrario, bajo la manta, veo playas, con el sol reflejado en el agua, oigo a los niños jugar en la calle gracias a las ventanas abiertas, incluso vuelve renovada el ansia por lo impreciso, por la sorpresa. De alguna forma, vivo en un hemisferio y sueño con el otro. Qué absurdo.

O sea, no solo tengo nostalgia del pasado, sino también de lo que ha de venir, que ya sabemos que no sé qué es. O sea, tengo nostalgia de la nada. En este verano, del otoño pasado y del próximo, del de dentro de cinco años, del que no es ahora. Como además soy de esta generación mía me tienta pensar que nadie antes ha sentido tal cosa, como si estuviera descubriendo algo, como si quedara algo por descubrir. Como si cientos no me hubieran advertido desde mil páginas que esto pasaría, que la vida me encontraría así, perdiendo el tiempo muchísimo.

Miro por la ventana y atardece. Pocas luces hay como esta, que parece elegida por Aguirresarobe. Cae dentro de la habitación como una sabana secada al viento. En sus sombras pueden pasar tantas cosas. Huele bien porque no hace tantos días que ha llovido y el aire aún lo recuerda. Entra el olor y las conversaciones lejanas de los que vuelven de pasear, de tomar algo en el centro, de los que descargan el coche y gritan a los niños, que se han quedado amodorrados, cocinados en ese horno, que salgan de una vez. Después de un día estáticas, las cortinas vuelven a moverse apenas.

Me llaman y me pongo en marcha. Cualquier cosa vale, vestirse es un trabajo rápido, algo que es de apreciar. El portal es como una capilla de mármol y la calle, el tambor de una secadora: la transición de uno a otra es deliciosa incluso aunque se haga en ese sentido.

Los padres han dejado a los niños dormir hasta que han descargado todos los bultos. Rendidos a la evidencia, los cogen en brazos para sacarlos del coche. Antes gritaban y alcanzaban mi ventana y ahora se hablan en susurros, con dos caras de color cereza interponiéndose entre ellos. Claramente, sus hijos están soñando un sueño de verano, no podían hacer otra cosa.

Llego a la terraza y ya tengo una cerveza sobre la mesa, esperando a que le dé el sobrevalorado primer sorbo. Esta vez me parece que al gesto se le ha hecho justicia. Pienso que este verano no está nada mal.

La contradicción e inconsistencia de pensamiento son otros de los defectos de mi generación. Menos mal.

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