Blog | El portalón

El confeti de mis días

EN MI CALLE hay una esquina del pasado. Tantas, en realidad. Pero esta más antigualla que ninguna, esta tiene una combinación única de elementos que la convierte, casi, en un decorado de ‘Cuéntame’: un banco, un buzón, una papelera, una cabina telefónica. Una mañana entera de actividades en cuatro metros cuadrados, para que no te pierdas en los bares camino de echar una carta.

Además de mi creciente preocupación por el tiempo (meteorológico), del tedio que me producen por momentos las redes sociales y de lo desconcertante que me resulta que reordenen los estantes del supermercado, noto que me hago mayor en cosas así. Hubo un tiempo en que no llevaba los bolsillos llenos de papelitos inútiles, el confeti de mis días, porque cada diez metros había una papelera.

La deforestación urbana de papeleras y cabinas es una realidad

Recogía y descargaba, como una eficaz máquina de reciclaje paseante, no llenaba el bolso de folletos de ‘Compro oro’ y ‘Vidente especialista en amarres’ para vaciarlo llegada al periódico, si me acuerdo. A veces el repartidor se colocaba justo al lado de una papelera y eso ya era su ruina. Volaba levemente el papelito de su mano a la del peatón y de ésta a la la tumba de la papelera, como el pájaro con la vida más breve del mundo. Pienso si hasta no utilizaría el mobiliario urbano de mero almacén, recogería las decenas de folletos tirados al acabar la jornada y volvería a repartirlos al día siguiente en el mismo punto, empecinado en que lograsen, al fin, un vuelo lejano.

Antes de eso, ya llevaba años viendo a mi primo, el desrrelojado, mirar la hora en las cabinas telefónicas. Cuando iba con prisa y temía retrasarse la cosa se volvía cómica. Observado a lo lejos se le veía descolgar compulsivamente un teléfono en cada esquina, como dedicado técnico de Telefónica o un espía del que se hubieran olvidado y esperara agónicamente instrucciones. Cuando la compañía arrancó casi todas las cabinas -una desforestación no tan lejana, aunque parezca que hace siglos de todo eso- pasó una época inquieta. Le faltaba algo. A cada persona con la que se cruzaba le preguntaba la hora, pero sus muñecas seguían vírgenes. Se compró un móvil, que es justo lo que Telefónica quería para él y para tantos como él, y problema resuelto. Recuperó entonces ese movimiento secular de dirigir la mano al bolsillo cuando te preguntan la hora, el mismo que hizo nuestro abuelo toda su vida, usuario infatigable de reloj de chaleco.

Ya pocos la usan, para eso está el Skype, que además te deja ver la cara calmante de tu madre

Ahora, desde la solitaria cabina de mi calle ya solo llegan, de vez en cuando, los ecos de las tragedias domésticas de los inmigrantes: "Necesito dinero" o "La chiquita está mala". Ya pocos la usan, para eso está el Skype, que además te deja ver la cara calmante de tu madre.

Soy lo bastante vieja como para haber visto cerrar negocios que creí infalibles, como las tiendas de reprografía (hoy arrinconadas en las hijuelas del campus) y los ciber café (ya tan escasos). De hecho, en mi tardía juventud busqué trabajo desde un local que combinaba ambos. En las mañanas derretidoras de un verano me recalenté entre decenas de ordenadores de pantallas culonas y el humo de cigarrillos ajenos, ya no recuerdo si propios. Se fumaba en todas partes, no había crisis aún y todo era una fiesta.

Pese a todo, el panorama laboral era más que desolador y, día tras día, el correo me devolvía o la nada o negativas corteses. No sabía qué preferir. Hasta que empezaron a llegar, uno tras otro, con la insistencia del martillo, mensajes que se suponían para ligar pero acababan por ser tenebrosos. "Ayer te vi sonriendo con tus amigos", me decía el desconocido acerca de un día de envío masivo de correos mañaneros y recogimiento casero vespertino. Me veía en el ciber, claro. Y era tal el aburrimiento y el páramo laboral que me creé una nueva cuenta de correo con nombre peregrino solo para que fuera la última que quedase registrada en mi ordenador y no me obligase a andar borrando historiales. Empezó a mandar sus inquietantes notas a esa otra cuenta. Un riachuelo de información que a nadie interesaba y que yo había logrado desviar con mucho más trabajo que mandándolo al spam. Fui poco hábil, cierto, pero él tampoco era muy espabilado.

Encontré trabajo, me fui a recalentar frente a otros ordenadores y la siguiente vez que visité un ciber habían pasado años y años. Fue en otra ciudad, en una urgencia que me pilló sin otra opción. En un local desvencijado hice una fotocopia y me conecté a internet entre dos inmigrantes afaenados en la versión 2.0 de la conversación de la cabina: "Necesito dinero" y "La chiquita está enferma".

Cambia todo y, en el fondo, no cambia nada.

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