Blog | El portalón

Elocuentes objetos

UNOS PANTALONES, una camiseta, pastillas, una caja de tiritas, una jeringuilla desechable intacta dentro de su envase y, en una bolsa de congelar perfectamente cerrada, seis nubes blancas y rosas. Y ya. Ese es el equipaje definitivo de Omran, el material con el que empezar una nueva vida, cuidadosamente escogido por su madre y guardado en la mochila escolar de un niño de 6 años que habrá de hacer un viaje de Ulises antes de volver a usarla para lo que es: libros de texto, lápices y un bocata. Quizás llegue, quizás no.

Es casi absurdo lo conmovedor de un reportaje que se limita a extender sobre una manta las minúsculas posesiones de los que lo han de dejar todo para llegar a tener algo. Algo como seguir viviendo, por ejemplo. Pero conmueve, al igual que esos zapatos solitarios que quedan en algunos arcenes tras un choque o la muñeca desmembrada que asoma entre los cascotes de una casa bombardeada. Son objetos elocuentes que no nos hablan bajito, no nos dan una mala noticia susurrando y con sutileza, a poquitos, no nos preparan, no tienen sentido de la oportunidad, sino que nos agarran de las solapas y nos gritan a la cara, cuando sea, lo que sea. Un mcguffin de la desgracia, que hace crecer en nosotros, simples testigos, el pavor: qué importa que se haya perdido ese tacón, ese bebé de plástico, pero cuánto duele todo lo que implica.

Si se explica, es incluso peor. La madre de Omran dice que eligió tiritas porque, entre Damasco y Alemania, cruzarían bosques para evitar ser detenidos y se haría rozaduras y cortes. Las nubes, bien aisladas de la humedad, son el dulce favorito del niño, que en la foto se pone la mochila al hombro con cara de satisfacción, como si no hubiera mejor combinación para transportar mundo adelante que chucherías y primeros auxilios.

Conmueve la imagen de las minúsculas posesiones de quienes dejan todo para llegar a tener algo

Iqbal, de 17 años, salió de Qunduz (Afganistan), cruzó Irán, llegó a Turquía y, ya en Lesbos (Grecia), abre su mochila para la foto. Una muda, dos teléfonos móviles, tres tarjetas SIM de distintos países, dólares, liras turcas y artículos de aseo: pasta de dientes, cepillo, jabón, champú, gomina y un tubo de crema facial blanqueante, de las que llenan las estanterías de las droguerías asiáticas. Cree que mantener su pelo rizo bajo control y su piel lo más clara posible es la clave; no quiere que quien le vea sepa que es un refugiado, dice. Podría llamar a la policía porque es un ilegal. Este es un equipaje de supervivencia para el viaje y también para el destino, que más que hablarnos de Iqbal nos habla de nosotros. Y no dice nada bueno.

En el mismo campamento, un farmacéutico sirio que no da su nombre ni muestra su cara, sí enseña un USB de 16 gigas con fotos de su familia, la versión moderna y monumental del retrato descolorido en la cartera o en el bolsillo de la camisa, cerca del corazón. Está contento de no haberlo perdido después de media hora braceando en el agua. La policía griega dio el alto a su bote para dirigirlos a la orilla, pero ninguno de los que iba en él hablaba griego, nadie entendió nada. Intentaron huir y se hundieron. Sumergido, pensaba: «Si me dejas llegar a la playa, haré lo que quieras». No se sabe a quién le hablaba, si a Dios o a los policías.

Otro barco hundido dejó a una familia de Alepo (siete mujeres, cuatro hombres, veinte niños) con una sola bolsa para todos: un peine, una camiseta, unos vaqueros, un pañal, un cartón de leche pequeño y un paquete de compresas. Frugalidad obligada.

Hay quien cuando se le pregunta qué salvaría de su casa en un incendio lo tiene muy claro. No me refiero a otro ser vivo, por supuesto. Me refiero a las fotos, a los libros, a un cuadro querido. Durante mucho tiempo nunca supe qué contestar, pero hace años que ya sí, desde que una noche un fallo de la caldera prendió fuego a la cocina. Oí un ruido, me levanté a mirar, vi los platos volar como en un campeonato de tiro y los muebles derretirse como helado, cerré la puerta, llamé a los bomberos, esperé sentada los cinco minutos que tardan en devolver la llamada para comprobar que no es una falsa alarma, colgué el teléfono y salí en pijama a avisar a mis vecinos dejando la puerta abierta. Sin nada. Ponerse a resguardo. Y nada más.

Comentarios