Blog | El portalón

La benevolencia

Lugo transige ante las excentricidades de sus locos, de sus raros, sus diferentes

LA ÚLTIMA vez que vi a Magdalena cometí un error de principiante, de foránea, de las que no saben cómo manejarse en esas situaciones y le eché una miradita. Hacía tanto que no la veía. Eso es algo que nunca había que hacer. Con Magdalena había que comportarse como si se estuviera frente a la misma invisibilidad. Enseguida se detuvo en una esquina, puso los brazos en jarras y me gritó ¡Puta! sin descanso, a todo meter. Crucé tres calles con la cabeza gacha bajo esa canción. Había poca gente, pero a la que había apenas le llamó la atención. No le ocupó ni medio segundo descifrar toda la escena, que seguro había contemplado mil veces antes. Serían de Lugo.

Hay algo de las ciudades pequeñas, de los barrios de verdad dentro de las ciudades grandes, que siendo uno de sus activos jamás se hará hueco en los folletos turísticos: cierta benevolencia, hasta cariño, hacia sus locos, sus raros, sus diferentes, que viene dada solo por el encuentro repetido, que acostumbra el ojo y, de alguna forma, enseña cómo tratar, que ayuda a dejar vivir.

Magdalena quizás me escandalizó de niña, imagino que la primera vez que vi las fatigas que asumía para mear en la calle, que es algo que era inevitable contemplar en alguna ocasión, con ese levantamiento de falda y sobrefalda que duraba una eternidad y, sin embargo, nunca era suficiente como para apartar la vista a tiempo. La vi envejecer dentro de sus tenis Paredes, unas barcas enormes, y ni siquiera recuerdo cuándo supe que no había que mirarla directamente para eludir sus gritos. Pero lo aprendí.

"Mentiroso, manipulador, trabajador de El Progreso", gritaba

Como aprendí que al hombre que graba con una cámara de cartón siembre enganchada con cadenas no le gusta nada que le fastidies el plano, que te cruces en mitad del barrido que hace, por ejemplo, en Santo Domingo. Si pasas con prisa delante de su objetivo cuando está enfrascado, bala con rabia.


De igual forma, pronto supe lo fundamental que era que el gallo Quirico no te viera saliendo del edificio de El Progreso porque si no te seguiría allá donde fueras, gritándote mentirosa, manipuladora y trabajadora de El Progreso. Para él esa era la madre de todos los insultos porque nada había peor que trabajar en el periódico en el que habían salido publicadas sus agrias polémicas con El Castañero. Lo vi mil veces, con el pie metido en uno de los agujeros de la verja de Tefer para ganar altura; un ojo en uno de los primeros plasmas verdaderamente grandes que hubo en Lugo y otro en la puerta del periódico viejo, esperando. Si el programa estaba entretenido, se le olvidaba el enfado y ni se movía aunque saliésemos cincuenta en fila india, pero ay si no.

Una noche, lo crucé en la Avenida da Coruña cuando iba con Maloca, entonces jefe de sucesos y su némesis particular. Venía de frente y cogió aire al verlo. Le cayó mentiroso y manipulador, dos clásicos, pero envalentonado se atrevió también hasta con un asesino. Los gritos retumbaban por toda la calle, que es como un pasillo eterno con puertas abiertas en los extremos: todo eco y corrientes. Maloca le dejó hacer, el chaparrón le caía sin mojarle, y, solo cuando el gallo Quirico llegó a nuestra altura, abrió la boca y dijo: "¡Uh!". Un remolino naranja se precipitó sobre la calzada y corriendo llegó a la otra acera. Era como si Maloca lo hubiera empujado con el aliento y, del susto, el gallo Quirico se hubiera transformado en pluma para perderse de vista bien rápido. Recuperada la compostura tras la seguridad que dan tres carriles de separación volvió con el "¡¡Mentiroso, manipulador, trabajador de El Progreso!!".

No es gran cosa simplemente transigir ante los comportamientos excéntricos de personas con una enfermedad mental. Es difícil imaginar infiernos mucho peores que esa marea llevándose a alguien a quien quieres y trayéndote, como en una resaca, a alguien que se le parece a veces, que todavía te recuerda a él. Cómo va a ser suficiente solo dejarles hacer, ese apoyo escaso, y, pese a todo, cuánto me gusta que suceda. Que una ciudad siga consintiendo a los suyos con sus cosas, que todos los reconozcamos como nuestros y a sus cosas como sabidas, un poco sí me reconforta.

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