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La vida en los bares

SER el primer cliente de un bar por la mañana, entrar como si le acabaras de quitar el precinto y a veces tener que esperar por el café porque la máquina está entrando en calor. Quedarse ahí, en la barra, mirándote a ti misma en el espejo que la recorre, la cabeza asomando como godzilla en los rascacielos de botellas que se interponen entre tu cara somnolienta y tú, con todas tus posibilidades de reconversión en persona productiva para la sociedad, un día más, en cuanto el café haya pasado por ti. Rodearte del frío primero del día y del frescor de lejía en un desierto de taburetes y sillas aún puestas del revés, suelos brillantes y estériles de servilletas, periódicos planchados al vapor y camareros todavía bien peinados. Eso, señores, es uno de los grandes placeres de la vida occidental. La confirmación de que, efectivamente, Lugo está en Europa, que a veces hasta lo dudo.

Son como escenarios de la infancia: ni te percatas cuando están y los echas furiosamente de menos cuando desaparecen

Hubo un tiempo en el que temí que todos los bares nuevos acabaran siendo de plástico, de terciopelo falso, con nombres incomprensibles, muebles con flecos y luz de quirófano, donde los gintonics necesariamente fueran acompañados de gominolas. Pero no. Somos de suelos jabonosos a primera hora y pegajosos a última. O sonoros, alfombrados por cáscaras de cacahuete, la crujiente banda sonora de los últimos vinos y primeras copas. Hay bares de resplandor quirúrgico, los menos, y de barras de madera, acogedoras como pantuflas, los más.

Nada tiene de malo lo moderno. O todo, según los casos. Pero la decoración cuidada y el suelo despejado son bienvenidos siempre que, al entrar en el local, se pueda sentir una punzadita que reconforta, si tiene una mesa de tamaño mínimo de un periódico inglés sábana totalmente desplegado, el café es decente y se puede pasar sentado tranquilamente el tiempo de leer un artículo de dos páginas. Si al cruzar la puerta te sumes en una desazón como de visita preoperatoria al anestesista, ese negocio no se salva. A veces son solo sutilezas.

Vivimos tanta cotidianeidad en los bares, que son escenarios casi de la infancia

Al final, como si los bares existieran solo para justificar la canción de Gabinete Caligari, lo que se recuerda no es, desde luego, el mobiliario. El pub calentito, con hileras de Guinness reposando sobre la barra, servidas en tres tiempos, el dueño de cada una recogiéndola 30 minutos después de haberla pedido con los bigotes de la anterior todavía puestos. El café con un carro de postres tan apabullante que entrabas en crisis a su paso mientras en la ventana se deslizaban cortinas de agua. Las tardes en otro, muy lejos de casa, bebiendo café y aprovechando la wifi para saber qué pasa en un mundo que ya no es el tuyo. Que justo al pasar el umbral del bar, de tu bar habitual, suene una canción que te gusta mucho y que parece que te habla a ti, que le des un sorbo a la copa y pienses que quizás todo vaya a salir bien.

Vivimos tanta cotidianeidad en los bares, que son escenarios casi de la infancia: se ignoran mientras se tienen y se echan furiosamente de menos cuando desaparecen. Para elegir un bar que guardar en el recuerdo recomiendo la prueba de la terraza. Te sientas con tus amigos en una terraza, bebes cañas y refrescos y comes tapas parapetada tras las gafas de sol porque todo es luz esa tarde, los niños serpentean entre las sillas y hacen gorgoritos solo porque sienten algo que no saben lo que es. Es la alegría de estar vivos, creo. Piensas que las cosas están bien en el mundo, que parecía mentira pero era cierto: dentro del invierno había un invencible verano y lo ves llegar a lo lejos. El calor y la cerveza te amodorran, como si te bajaran las pulsaciones. Mandas mensajes a otros amigos para que bajen a las terrazas, no te explicas cómo el mundo entero no está en las terrazas, la verdad. Alguien comenta algo del periódico y, entonces, te levantas para buscarlo. Entras en el mundo amaderado del bar, botellas relucientes, espacio vacío, mesas con sobre de marmol refrescante, música bajita, silencio con ecos lejanísimos de los niños que gritan y las conversaciones vehementes que producen un vino sobre otro, a cada estrato más seguridad. Te sientas en un taburete del fondo de la barra a leer la noticia en cuestión. Te das cuenta de que no leíste bien el periódico esa mañana, lo abres por el principio y vuelves a empezar. Hay que ver la cantidad de cosas que te habías dejado. El ruido cada vez está más lejos. Te pides un agua y sigues pasando páginas. Te lees el periódico como hacían tus abuelos: en plan novela, de principio a fin. Una figura se recorta en la puerta, el sol dibuja su silueta que te grita: "¿Qué haces? Llevas media hora y no salías, que nos vamos". No te habías enterado de que el bar te había tragado, como quien se queda dormido antes de tocar la almohada. Ese bar, sí. No falla.

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