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Las increíbles encuestas electorales

HACE UNOS AÑOS me vi de rodillas en un templo budista, balaceándome como si rezase pero solo esperando a que cayeran del bote que tenía entre las manos decenas de palitos que habían de predecir mi futuro. Era como ese juego del Mikado pero con propósitos adivinatorios.

Tras un ‘palante patrás’ que se me hizo eterno y un poco vergonzante se desparramaron todos y la guía del templo y un monje de esos de túnica azafrán me preguntaron mi fecha de nacimiento en un inglés temblequeante, consultaron un libraco polvoriento y volvieron con su conclusión: las cosas me iban a ir bien, iba a hacer algo por mi comunidad. A saber qué. Los astros/dioses/palitos no decían más.

El asunto me dejó inquieta. Marie Curie hizo algo por su comunidad, pero Bárcenas también por la suya. Pensaba yo en el infinito rango de posibilidades de acción que se me abrían mientras veía a un amigo cumplir con el mismo rito palitroque. Lo despacharon enseguida con el colmo de la indefinición: todo bien, su vida sería normal. Nadie quiere oír semejante predicción aburrida para su futuro y, además, ¿qué es la vida normal? Cuchicheamos entonces los dos sobre ese tostón de avance que le habían hecho mientras veíamos a un inglés, muy concentrado, bote en mano con su balanceo.

Una nunca sabe qué quieren los dioses, pero debía de ser algo parecido a lo que hizo ese hombre. Los palitos cayeron por todas partes, un arco enorme sobre el suelo pulido que solo podía significar cosas buenas, cosas grandes. Sudoroso por la concentración escuchó bisbisear a guía y monje hasta que le llegó el veredicto: todo bien, buen trabajo que le iba a hacer ganar bastante dinero, se iba a casar tarde. Es lo malo de la dedicación, que si la ejerces quieres que te paguen en consecuencia y no siempre ocurre.

"¿Cómo que tarde? ¿Qué quiere decir tarde exactamente? Ya tengo 31 años. ¿A los 40, 45? ¡¡¿A los 50?!!?", preguntó el inglés con volumen creciente. Se ve que el tema nupcial había tocado hueso.



Soy una lectora apasionada de los resúmenes de intención de voto, pero no les hago ni caso

Guía y monje volvieron a juntar sus cabezas y ella tradujo al vietnamita las preocupaciones vitales del británico. El monje soltó una parrafada calmada, como llena de sabiduría, que no se acababa nunca. Cuando el hombre cerró la boca tras una eternidad, ella tradujo: «Sí, eso. Tarde». «¿Y nada más?, repreguntó el inglés, al borde ya del colapso o del crimen, no sé muy bien. «Tarde», repitió ella, como si cada vez la misma palabra tuviese la capacidad de añadir nuevo sentido. Todo lo demás, ya saben, se perdió con la traducción. O la desgana.


Pienso ahora en esa escena: en el inglés desesperado, en la inquietud o desidia que provocaron el resto de predicciones, en cómo un avance lleno de buenas intenciones te puede dejar a disgusto, nerviosito, o que ni fu ni fa. Y pienso en las encuestas electorales, que son exactamente lo mismo (nadie se queda contento), pero de las que se dice lo contrario (producen los extraños fenómenos de la multilectura y del premio universal: de idénticos datos todos interpretan que van a ganar, cosa matemáticamente imposible como bien sabemos).

Para leerlas con cierta verosimilitud hay que recordar que a muchos votantes no se les ha preguntado, muchos a los que sí se les preguntó no han contestado y muchos de los que han contestado han mentido. Otros han dicho la verdad pero esa verdad es cambiante y esa verdad solo se materializará tras las cortinillas de la cabina electoral. O sea, esa verdad fue verdad un segundo y, para cuando lees los resultados de la encuesta, ya ha pasado a ser mentira.

Soy una lectora apasionada de las encuestas electorales pero no les hago ni caso. Soy una creyente selectiva (los horóscopos buenos se cumplen fijo; los malos, jamás) y elijo no admitir más que como mero entretenimiento lo que dicen los resúmenes de intención de voto.

No sé si los políticos inquietos harían mejor en consagrar sus dudas al bote de los palitroques o a la bruja aquella de Pujol, que concentraba todas sus energías negativas en un huevo al que se le ennegrecía la yema a poco que se esforzaran sus enemigos en odiarle, y que lo mandaba de vuelta al mundo perfumadito de romero. A Pujol, no al huevo.

Para los que no se resisten al atractivo de las encuestas, aquí va un resumen: algunos políticos harán algo por su comunidad; otros, tendrán una vida normal y para otros, el de la política será un buen trabajo en el que ganarán mucho dinero.

Para saber del matrimonio, mejor consulten a la del huevo.

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