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Llamada perdida

ES MUY difícil no admirar a quien se toma sus cosas despreocupadamente, con la ligereza del que sabe que o no tienen importancia o se merece tantísimo sus victorias que es como si siempre le llegaran tarde. En su tribunal de justicia particular, ese que todos llevamos dentro y que dirime a qué creemos que tenemos derecho y a qué no, el veredicto se emitió ya hace años.

Hablo de Dylan, claro, que no le coge el teléfono al comité del Nobel porque anda liado, está de gira, tiene dudas de si quiere o no quiere aceptar el premio, no tiene claro qué hacer con el dinero... y otras interpretaciones externas de las que todas valen y, a la vez, ninguna lo hace. Les voy a dar la única razón correcta, la primera, la original: no coge el teléfono porque no le da la gana. Dylan tiene de bueno que consistentemente tiende a hacer lo que le da la gana y aborrece explicarse, en ese sentido es muy previsible.

Doy las gracias al jurado del Nobel porque me lo estoy pasando bomba con este premio, con toda la persecución, con las conjeturas, con ese ponerlo en la web oficial y ese borrarlo y con todos los titulares ingeniosísimos con los que la prensa angloparlante nos está atizando a todas horas: que si el comité tiene que seguir tocando en la puerta de Dylan, que si la respuesta a si el cantautor irá a recoger el premio se la lleva el viento, que si ‘how does it feel’ que ignoren sus llamadas...

De los Nobel, como de casi todas las cosas solemnes, me gustan los detalles, los preparativos, como de las cenas de gala del palacio de Buckingham lo que más disfruto es ver cómo se usa esa especie de cinta métrica que mide la distancia entre los cubiertos de un comensal y otro. Escucho en la radio a un miembro del comité que selecciona al Nobel de Economía, que es un premio segundón porque no fue ideado por el creador de la dinamita sino añadido a posteriori, y me percato de lo dificilísimo que es entrevistar a esta gente porque tienen un acuerdo de confidencialidad que afecta a todo lo interesante de verdad. Por fortuna, las tonterías sí las puede compartir y así me entero de que cuando llaman a alguien para darle la noticia ponen el teléfono en altavoz y un señor sueco le dice: "Ha ganado usted el Nobel de Economía y aquí están sus colegas X y X para hablar con usted". De las entre cinco y ocho personas que hay en la sala siempre tiene que haber al menos dos que conozcan al premiado para que, al comunicarle la noticia, este no piense que es una broma. Hacen la llamada a la hora de comer, que no es un mal momento si el ganador vive en Europa, pero que saca de la cama a parte de los americanos y australianos. Me los imagino despelujados y medio infartados levantando el teléfono, sin tener claro si chocar los talones en el aire o jurar un rato.

En el mismo programa participa habitualmente un economista de la Universidad de Chicago que tiene varios colegas que han ganado el Nobel. Dice que se da cuenta de que ha llegado la semana del año en la que se entregan porque todos los que se va cruzando por el pasillo llevan el pelo recién cortado. Te llama Estocolmo a las tres de la mañana y unas horas después ya estás haciendo declaraciones en el descansillo de la escalera; del cuidado capilar tienes que haberte ocupado antes. Todas esas citas peluqueras prueban que los que lo reciben se lo esperan y los que no, también.

Uno de los premiados de los últimos años dio una rueda de prensa muy bien peinado y todo emoción. No se lo esperaba, quién se lo iba a decir a él con la cantidad de colegas que tenía que se lo merecían mucho más, qué ilusión esa gran noticia que le había resultado tan sorprendente, estaba todavía estupefacto. Cuando acabó de declararse atónito, los micros apuntaron a su hija adolescente para preguntarle qué le parecía tener un Nobel en casa. Gracias a Dios que se lo han dado de una vez, dijo ella, harta de que su padre se lamentara amargamente de que se lo llevaban otros cuando se lo merecía él. A ver si ahora para de quejarse, remató.

Esto a Dylan jamás le ocurriría.

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