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Los melocotones

El lector resabido no lee con las defensas bajas y entra a los libros sabiendo qué va a pensar

SI ALGUIEN más de la generación X hacia adelante vuelve a dar las gracias públicamente por haber sido niño y adolescente en una época sin redes sociales, quizás el mundo no lo resista y se acabe. Quizás el cielo se oscurezca y retumbe, los océanos cubran tierra adentro todo a su paso, se abra el suelo y el subsuelo y veamos el núcleo incandescente de esta bombilla sobre la que vivimos, quizás allí esté Julio Verne. Quizás ocurra, por pesados. Para salvar la humanidad, no insistiré en eso.

Esta semana he aprendido la lección, gracias a un escolar desconocido. El escritor Pedro Mairal mostró el mensaje que le envió uno de ellos, que tenía que hacer un trabajo sobre su obra y no sabía por dónde empezar. Mairal propuso que lo hiciera por teclear su nombre en el Google. Yo creo que ahí estuvo acertado, la verdad. Si imagino mi senda académica con acceso rápido a las gentes que poblaban mis libros, hiperventilo. Ay, las posibilidades. Ay, la comodidad.

Ilustración para el blog de María Piñeiro. MARUXAA Mairal le escribieron muchos de los míos, los que no se habían planteado jamás que se podía escribir directamente al autor para que te hiciera el trabajo del colegio. También de los suyos, que le recomendaron quitarse a los chavales de encima aludiendo a las iras de los profesores.

En realidad, los niños llevan escribiendo a autores para que les solucionen los deberes desde que existen los libros, pero antes necesariamente era más farragoso: había que hacerse con la dirección postal y confiar en la llegada del correo antes de la fecha de entrega. Tenía si acaso más mérito, contienen esas cartas más esfuerzo y más esperanza.

A Shirley Jackson, escritora de cuentos de terror que verdaderamente dan miedo y persona que odiaba a los maestros que ponen esas tareas, le escribían cientos. Uno le pidió una lista enorme de datos y que le explicara "qué trataba de decir con su escritura, en general". Mire, buena mujer, expláyese, que mi profesor todo lo quiere saber. Y hágalo antes del viernes.

Me enternece enterarme de que, en sus inicios, contestó a algunas de esas cartas haciendo lo que se le pedía. También que reclamó echarle un vistazo al trabajo en cuestión que, evidentemente, resultó ser la transcripción íntegra de su carta.

Jackson era un pelín misántropa y no estaba nada de acuerdo en relacionarse con sus lectores más allá de soltar al mundo sus cuentos y novelas para que se enfrentaran a los miles de pares de ojos a los que les pasaron por delante. No quería, además de escribirlos, tener que explicarlos.

Pero tuvo que hacerlo, a su pesar. ‘La lotería’, que publicó en 1948, escandalizó a tanta gente que empezó a recibir cartas de repulsa por sacos. Le decían lo asqueados que se sentían por su relato, pero también le preguntaban exactamente dónde se celebraba una lotería de esas, que querían ir.

Escandalizó a tanta gente que recibió cartas de repulsa a sacos

El cuento, sobre el comportamiento de la turba y la reproducción acrítica de las tradiciones, es una muestra clara de cómo tantas veces, y en el arte siempre, una cosa es la intención y otra, la recepción. Pretendía angustiar, hacer pasar miedo y dar que pensar y, con muchos, lo logró. Existe esa comunicación casi orgánica, que es un milagro, cuando el interlocutor entiende exactamente lo que quieres decir solo con el mensaje que le das y tal y como se lo das. Sin matizar, ni pulir, con las palabras que eliges, que a veces son solo fruto de un triste conformismo: hubieras querido unas mejores, más precisas, pero no las encontraste. Son tu segunda mejor versión.

Con muchos otros, no lo consiguió. O no inicialmente, porque ella misma explicó que, a medida que pasaba el tiempo, y el cuento se adaptó a todos los formatos posibles, incluido el más peregrino de un ballet, las cartas suavizaban el lenguaje, había más preguntas y esa actitud respetuosa que nace de una lectura que nunca es la primera, la del que quiere saber si lo ha entendido bien, si pilla lo que hay que pillar.

Las indignaciones iniciales y las inquisiciones dubitativas nacen del mismo sitio, el que ocupa el lector resabido, incapaz de leer con las defensas bajas, que entra a los libro sabiendo qué va a pensar de ellos y luego, sorpresa, lo piensa. Ir por la vida con todas esas prevenciones es un problemón, limita mucho el disfrute y embota la cabeza.

Esa lección sobre cómo quieres decir una cosa y a quien se la dices entiende otra, le llegó a la autora en avalancha, carta tras carta, durante tantos años que se comprende el hartazgo. Por internet rueda una de las que escribió ella, en respuesta a una tal señora White. No sabemos qué le contó a la escritora exactamente, detalle que mejora la historia de esta contestación aún más. Es una sola frase, sacada de una canción: "Si no le gustan mis melocotones, no sacuda mi árbol".

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