Blog | El portalón

A mí, plin

Propongo que nos enfademos menos, pero mejor

JANUSZ RYSZARD Korwin-Mikke tiene una hucha de cerdito. A él no se le quedan olvidados los billeticos de cinco euros en el fondo de los bolsillos de los vaqueros, con su silueta de Brasil que absorbe dinero hacia el sur para escupirlo meses después. De alegrías insignificantes como dar con un billete inesperado está hecha la vida, pero no la suya. Tampoco se le cuelan las monedas por las ranuras del sofá, ni descarga el suelto en propinas, ni lo guarda amontonado en el primer cajón de la mesa para gastarlo en la esquizofrénica selección de la máquina de la oficina: en una hilera una manzana embolsada y en la otra un pack de Pantera Rosa y Tigretón. No, no, él alimenta el cerdito hasta que pesa como un lechón real. Entonces lo rompe, hace montoncitos con los 3.000 o 4.000 euros y se va feliz al Parlamento Europeo a decir la barbaridad que sea, la tontería con la que saldrá en los periódicos de todo el mundo, la única vez al año en lo que tal cosa ocurre. Se va tranquilo porque ya logró reunir fondos para pagar la multa posterior.

Esta misma semana le tocó marchar en paz a la Eurocámara a decir que las mujeres son menos inteligentes, más pequeñas y que "por supuesto" deben ganar menos que los hombres. Esta es una de sus obsesiones. Seguramente no sea el primer cerdito al que llega su San Martiño por ese motivo. Siempre se empeña en justificar que las mujeres son menos inteligentes retando a quien le escuche a citar cuántas hay entre los primeros cien ajedrecistas del mundo. Lo dice como si esa declaración fuese implícitamente seguida de un "toma ya" y de un arrojar el micro al suelo, porque a él detalles como la escasa formación en ajedrez que se daba a las niñas hace años no le fastidian sus argumentos.


Prometo que a mí, cuando Janusz Ryszard Korwin-Mikke vuelva a romper su cerdito, plin


Antes, en ese mismo foro, ha hecho el saludo nazi con mano alzada, ha calificado de 'basura humana' a los inmigrantes que quieren gozar del estado de bienestar, ha planteado la posibilidad de eliminar el sufragio femenino, ha insistido en que no hay suficientes pruebas documentales que certifiquen que Hitler conocía el Holocausto. Ha tenido que romper cerditos cada año y, como si fuese flor de un día, sabemos de él fugazmente para caer en el olvido en cuestión de horas. Hasta un nuevo cerdito, una nueva barbaridad, una nueva multa.

La libertad de expresión tiene estas cosas: hay que cuidarla con devoción aunque se utilice para propagar ideas deleznables. Preferiría que no se hiciera desde esa tribuna, que ese señor empajaritado no hubiera sido elegido para sentarse ahí a decir lo que piensa como si importase algo, pero lo ha sido, así que qué se puede hacer con él. Propongo ignorarlo. He llegado hasta este punto escribiendo una palabra y otra, haciendo justo lo contrario de lo que acabo de propugnar, pero habrá otros cerditos rompiéndose, otras tonterías pronunciándose y otras noticias propagándose. Para esos momentos llamo a la imperturbabilidad, a dejarlas pasar, mirarlas y permitir que se vayan, como se hace con los pensamientos machacones durante la meditación.

¿De verdad aporta algo al debate público discutir ideas simplonas y rancias, absolutamente ridículas, que objetivamente son mentira? ¿Debemos pararnos a afear la actitud de un personaje que busca solo eso, la notoriedad pasajera del mensaje escandaloso, vacío, que solo quiere exprimir al máximo el dinero que va a pagar por una multa? ¿En serio hay que honrar semejante chorrada con un argumento reflexionado y justificado? ¿No se le da precisamente una pátina de seriedad a su discurso peregrino si uno se molesta en rebatírselo? ¿Tiene influencia su idea, alguien va a modular su pensamiento después de escuchar esa tontería? ¿No conseguimos con ello justo lo contrario de lo que queremos, justo lo que él quiere: que hablemos de su exabrupto como si fuera una idea que mereciera la pena contemplar y discutir? ¿No estoy yo aquí, en este periódico de una esquina de Europa hablando de lo que dijo el polaco la semana en la que le tocó salirse de madre? ¿Me acordaré de él dentro de un mes o de dos, mañana mismo? ¿No me estoy equivocando muchísimo?

Vivimos, me parece, en una época de sucesivas indignaciones. Las llamamos así aunque la indignación que, por definición es un enfado vehemente, debiera durar y muchas de las que padecemos no lo hacen. No permanecen días, casi no están ni horas, ruedan por la prensa digital y twitter, quizás llegan a una edición del telediario y en la siguiente son borradas por otra. Yo propongo enfadarnos menos pero mejor, con espíritu reconcentrado y perseverante, dejando resbalar las minucias, ideas estériles que ni siquiera una sobre otra, sobre otra, sobre otra, construyen algo, pero agarrando con incisivos bien en punta los horrores, los espantos, los dolores profundos.

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