Blog | El portalón

Nueva vida insconciente

Cuando empiezas algo en verano lo haces siempre como en sueños

HACE ONCE años empecé una nueva vida en verano. Es duro porque cuesta ser consciente de que realmente lo estás haciendo y todo parece unas vacaciones intensísimas en las que se hubiera cancelado el billete de vuelta. 

Comía con los ojos, de la mañana a la noche, todo lo que Pekín ofrecía, con voracidad pero sin atragantamientos, con la seguridad del que sabe que el bufet no cierra. Ana, una uruguaya con cara de eterno despiste, me ofreció que compartiera habitación con ella en la espantosa residencia en la que nos tocaba vivir. Acepté y dejé a mi compañera coreana, educada y sonriente, para ir a vivir con alguien que solo resultaba fascinante por sus ideas peregrinas. 

Ana creía que no compensaba gastarse cinco yuanes en poner una lavadora de vaqueros. Los lavaba a mano y se acaloraba tanto que, al primer retorcimiento de una pernera, abandonaba la empresa y los tendía empapados sobre el cable del teléfono que cruzaba la habitación. Si te levantabas a oscuras, la tela áspera y húmeda te golpeaba la cara y tus pies pisaban charcos azules. Tortura nocturna. 

Ana pensaba que los idiomas se aprendían fácilmente si los escuchabas en sueños y todas las tardes achicharrantes se echaba siestas de varias horas con la telenovela puesta. Esas telenovelas chinas de dinastías pasadas donde los buenos hablan haciendo muchas pausas llenas de dignidad y los malos silbando. La clave está, decía, en el volumen. La gente fallaba en eso. La gente, se entiende, que creía en el estudio inconsciente. Esa gente acababa poniendo la tele demasiado bajita y así no había idioma que penetrase. Ella era capaz de dormir profundamente entre gritos y despertarse con los ojos hinchados y convencida de que había avanzado muchísimo. Yo, que antes de conocer la ubicación exacta de la biblioteca, pasaba las tardes escribiendo mil veces caracteres básicos en la habitación le pedía piedad y ella me incitaba a asumir la evidencia, dormir y aprender de una vez. 

Ana asumía que sabía hablar chino y, cuando regateaba, daba explicaciones rebuscadísimas y llenas de gestos a vendedores impertérritos. Cuando acababa, invariablemente éstos se giraban y me preguntaban: "¿Qué dice tu amiga?". No le afectaba, suponía que lo hacían para no sucumbir a sus persuasivas dotes de compradora avezada. Era una artista del regateo inútil. Le habían dicho que en China lo suyo era regatear y lo hacía donde no debía. Paraba las colas del supermercado para que le bajaran el precio de un yogur hasta que la cajera, enfadada, empezaba a cobrar al siguiente cliente. Le costaba aprender el precio real de la moneda y siempre acababa ofreciendo cifras absurdas por altas o bajas. De alguna forma, compensaba unas compras con otras. 

Ana veía a su novio en uno de sus ligues de Uruguay, un doctorando con el que había quedado cuatro o cinco veces en Montevideo, antes de que ella se trasladara a Pekín y él, a Praga. Le llamaba por Skype y él nunca estaba y cuando sí contestaba, ella preguntaba, melosa: "¿Me añorás?" Y el decía: "Eshhhhte, ando muy ocupado, el checo es muy difícil". Las pruebas de su amor le parecían, pese a todo, tan concluyentes que se compró en Navidades un billete a Praga. Solo ida. De regalo, como el chico era muy cinéfilo, le compró cientos de películas pirateadas. Colecciones enteras de Ang Lee, Wong Kar Wai o Zhang Yimou, que, después de que la convenciéramos de que no era buena idea llevar semejante atentado contra la propiedad intelectual en la maleta camino de un aeropuerto europeo, metió delicadamente en dos termos gigantes. Los mismos termos se veían a diario en manos de los chinos que venían de fuera a trabajar en Pekín, termos de chino de pueblo que teme no encontrar con qué hacerse el té en el largo trayecto a la gran cuidad. 

Al final, Ana nos sorprendió a todos colando los dos termos de diez litros llenos de películas y quedándose con el doctorando en Praga –"Hay que asumirlo: China es periferia intelectual"– para regresar juntos meses después a una provincia remota del interior –"Hay que asumirlo: China es el futuro"–. 

Pero entonces, en las primeras semanas, bochornosas y ensoñadoras, poco sabía del futuro de Ana. Ni del mío ni del de nadie. Hay suspense en los inicios y, si se producen en el aturdimiento veraniego, estación del aquí y ahora como ninguna otra, más.

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