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Por qué te vas

Lo del Brexit me ha dejado triste, víctima de ese rechazo infantil del que ve en el patio del colegio a su amigo yéndose al otro equipo

LA PRIMERA vez que fui al Reino Unido pasé el verano en casa de una pareja que se pedía el divorcio una vez por semana. Sus peleas eran monumentales y muy bien ejecutadas, con crescendos operísticos y reconciliaciones pautadas a las dos horas exactas de empezar. Qué artistas. Los dos niños empezaron a plantarse en mi habitación con esos ojos de anuncio de Nestlé que tenían y a acribillarme a preguntas existenciales: qué va a pasar ahora y qué va a pasar después. Sin respuesta, les leía a gritos siempre el mismo cuento porque ya se sabe que las historias consoladoras son aquellas de las que sabemos el final. La niña a veces me cogía de la mano y, el niño, un día que ya no podía más, se la agarró a su hermana, como si fuéramos juntos a saltar al vacío o a hacer espiritismo.

Los fines de semana me llevaban a casa de otros familiares, a comidas o fiestas, donde todo el mundo tenía un conocimiento contrastado de España. "Claro, al Ford le llamáis Ford Siesta porque dormís muchas siestas", apuntaban; "En realidad se llama Ford Fiesta", corregía; "My point exactly", gritaban con la mirada. Visitamos la casa de las Bronte, con un aire a la de Rosalía, y en cada habitación se disculpaban por la pobreza. Después añadían que se habían hecho "muy famosas" como si fuese una recompensa kármica. Cuando me fui me dijeron que los niños me iban a echar mucho de menos.

Ese viaje al terror matrimonial ni me fue ni me vino. Para entonces yo a los ingleses ya los quería y a ese amor, con todo su desprecio resignado, he ido entregándome cada vez más con el tiempo. Me dejé ir, digamos. Les tengo un cariño casero, cotidiano, del que ama y, por tanto, odia a alguien con frecuencia y entrega.

El Brexit me ha dejado muy triste, pero mucho, víctima de ese rechazo infantil del que ve en el patio del colegio a su amigo yéndose al otro equipo y le grita, pero solo por dentro, que se dé la vuelta. Por fuera, no. Por fuera, impertérrita. Por fuera, silencio. Por fuera, ni siquiera como Pablo Iglesias susurrándole en alto a Pedro Sánchez. Hoy, claro está, me gusta menos la Unión Europea, una de esas fiestas a las que antes de aceptar la invitación preguntas quién más va, ese gesto rastrero.

Como todos los que merecen la pena, no es un amor ciego. No soy ajena a que no hay guiris más guiris que los británicos, con todas sus cosas de guiris. Hay detalles que se pretenden atribuir a otras nacionalidades, como el maridaje de sandalia con calcetín, pero no. El espanto más trabajado que vio el Mediterráneo viene de las islas. Las cartas con desayunos hiperproteícos y traducciones esperpénticas, los precursores del melanoma, la suciedad de las borracheras que no es como ninguna otra suciedad y hasta las patéticas advertencias de evitar el balconing; todo empezó con los ingleses, tan pioneros. Que te tengan que avisar de que no es buena idea tirarte por el balcón da una idea del nivel. Cómo puede ser que exista un mundo en el que ese temor de las madres de que te precipites por seguir a tus amigos se pueda convertir en realidad. Pero también tienen todo lo demás. El mejor humor del mundo, con esa retranca refinada en extremo que exprime toda la gracia de la desgracia; la apreciación por los nuevos horizontes y por el placer de llegar a ellos; ese empeño por la distancia y la contención, ese rechazo de la sentimentalidad que muchas veces acaba resultando cómico; esa entereza como sociedad en momentos críticos, esa insistencia en la frivolidad cuando hay que mantener la normalidad, la literatura del XIX y XX, un acento que es la gloria en todas sus variantes desde el más pijo al más barriobajero y mi auténtica debilidad, la excentricidad. Los ingleses excéntricos son una forma pura de solaz: un solo detalle da para regodearse meses, como un caramelo eterno. A los excéntricos de otras nacionalidades nunca les salen las absurdeces tan bien como a ellos.

Nada de lo que va a cambiar ahora limitará mi acceso a todo ello. Son otras cosas, cientos, las que cambiarán. Pero tener que pasar los próximos dos años viendo cómo se van, cómo se están yendo, va a ser una pena lenta, estirada como un chicle en manos infantiles. Para cuando se hayan marchado –cuando ya estén fuera de la fiesta, subidos a su coche y agitando la mano por la ventanilla– no sé qué UE nos quedará.

Hoy canto a Jeanette.

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