Blog | El portalón

Seis días de septiembre

UNA NOCHE de sábado fuimos a un concierto cualquiera, saltamos y nos desgañitamos, emparedados entre brazos pegajosos, pulmones retumbantes por los gritos. Jóvenes, viviendo aquí y ahora, aquí y ahora. Al lunes siguiente estábamos todos en el salón de la casa de sus padres, con ojos encharcados y catatónicos. Envejeciendo. Acompañando a nuestra amiga, cuyo hermano se había colgado el día anterior, cuyo otro hermano se había roto tres huesos de la mano a golpes con la puerta tras la que lo encontró, cuya madre había pasado las últimas doce horas empastillada, bisbiseando por qués.

De eso está hecho el páramo que dejan los suicidios detrás: de por qués. A veces generales y a veces muy concretos, por qué ahora, justo cuando parecía estar mejor. Parecía.

Son muertes desoladoras. Como lo son todas, pero siempre más aquellas que creemos que se podían haber evitado, llenas de condicionales. Si hubiera sabido, si me hubiera dicho, si me hubiera fijado, si me hubiera quedado con él. No está claro que alguna de esas salvedades hubiera funcionado, o quizás sí, quizás sí lo hicieron: sí te quedaste un día y por eso ese día no ocurrió nada y te quedaste otro y tampoco. Y un día ocurrió pero llegaste a tiempo y otro día volvió a ocurrir y cuando llegaste ya no había nada que hacer.

En septiembre hubo en Lugo seis días así, en los que no hubo nada que hacer. Solo en la última semana tres. En esta provincia hay de media un suicidio a la semana y esa situación se repite año tras año desde hace tantos que se ha perdido la cuenta. En 2014 hubo 60, en este ya llevamos 39, según los datos del Instituto de Medicina Legal de Galicia (Imelga). El año más negro fue 2010, con 72. En el turno de preguntas de una reciente jornada sobre suicidio en el Hula un médico explicó apesadumbrado que se encontraba a menudo con pacientes ancianos que le confesaban: "Si no fuera pecado, me mataría". Quería saber si eso se podía considerar ideación suicida, si debía considerarse una alarma. "Sí", le dijo la psicóloga clínica, sin tener que meditarlo nada.

¿No convendría considerar el suicidio un problema de salud pública en una provincia donde se produce uno a la semana?

Pese a la evidencia, nada cambia. Los recursos destinados a salud mental son muy justos, cada vez más; las penurias económicas, que constituyen un factor desencadenante probado, aumentan; la soledad, la desconexión y el aislamiento, también. Los suicidios siguen produciéndose, uno tras otro, como si estas personas estuvieran unidas por un metrónomo interno, que les marca el ritmo para abandonar. Como la lluvia, las hojas, la fruta madura, también ellos caen al ritmo constante de, como mínimo, uno a la semana.

Mientras, no hagamos nada. Sigamos como hasta ahora, hablando bajito de estas desgracias, mirándolas a lo lejos como si fueran rarezas y no un suceso común en la provincia más suicida de España, pensemos que nunca nos va a tocar cerca y veamos razones donde solo hay circunstancias: "Tenía problemas económicos", "Tenía cáncer", "Era ya muy viejo", "La dejó el marido". Simplificar siempre ha sido la mejor forma de entender las cosas. Y de olvidarlas.

Apreciemos que todavía haya mucha gente creyente y que la religión tenga un efecto protector demostrado, aunque haya viejos que superen ese freno descolgando todas las imágenes de santos de la habitación en la que deciden matarse o confesándose por última vez. Dejemos que los sanitarios (que cada vez son menos) desesperen solos porque no pueden llegar a todo y que las familias afectadas lo hagan porque no llegaron a tiempo. No veamos nunca el suicidio como un problema de salud pública, que precisa de una política decidida y ambiciosa, como se hizo con la inseguridad en la carretera o el tabaquismo. No la exijamos, dejemos correr el hecho de que acaba con una vida a la semana y se podría estar haciendo algo que no se hace. Olvidémonos de que el primer paso para acabar con un problema es admitir que lo tenemos.

En ‘El complejo mundo del suicidio’, publicado a mediados de los 90, el doctor Quintanilla Ulla, que fue el primer alcalde demócrata de Ferrol y el forense de la comarca durante media vida, analiza mil datos antes de llegar a la triste conclusión de que difícilmente sabrá por qué la idea del suicidio, que anida en tantas mentes, solo cristaliza en algunas. Así que dice que vería compensado su trabajo si en la comarca, que tiene entonces una tasa de suicidios de 10 por cada 100.000 habitantes, se redujese a la mitad: 5 por cada 100.000.

Galicia tiene en la actualidad una tasa de 8 por cada 100.000. La provincia de Lugo,15 por cada 100.000.

Comentarios