Blog | El portalón

Thelma y Louise, pero sin Thelma

No podemos apartar la mirada de Esperanza Aguirre en su viaje a ninguna parte

YO CREO que Esperanza Aguirre no duerme. Pero no por una conciencia atribulada. Ella no sabe qué es eso. En estos tiempos de talleres del carpe diem reetiquetados como '‘mindfulness’' (que vende más el inglés que el latín), ella flota por encima de todos los angustias del mundo que no saben vivir el presente. Ella solo vive el presente.

Tampoco es la marmita de veneno que le hace ‘'chop chop'’ dentro, de tanto que le hierve, lo que le quita el sueño. En eso es como aquella Joan Collins en ‘Dinastía’, que dormía siempre sentada entre almohadones sedosos para que no se le aplastara el cardado y se levantaba rauda para darse baños fumando puritos y seguir haciendo el mal en el nuevo día con el más decadente de los colmillos retorcidos. A las dos ese reflujo venenoso las mantiene jóvenes.

A ella lo que la desvela es la loca partida de Tetris que juega en la cabeza desde la noche electoral tratando de encajar piezas como sea. Como sea para estar en el gobierno local de Madrid

No. A ella lo que la desvela es la loca partida de Tetris que juega en la cabeza desde la noche electoral tratando de encajar piezas como sea. Como sea para estar en el gobierno local de Madrid, hasta el punto de que ya hasta parece haber empezado asumir, para su estupefacción, que no va a ser alcaldesa. Que la última regidora popular de la capital hasta quien sabe cuándo será -y no da crédito- será Ana Botella, alguien a quien desprecia de forma clara. Una más.

Vale. Alcaldesa no. Pero oposición tampoco, por amor de dios. Si tuviese que calentar ese sillón durante cuatro años, viendo los focos en otra cara, se marchitaría como una florecilla silvestre en el jarrón de una mesa de noche cualquiera. Ella solo crece a la luz de las cámaras. Solo duerme tras acumular su calor a lo largo de la jornada.

En esta orgía de ofertas de apoyo -tantas que por las redes sociales ya corre el chiste ese de "Niño, si una señora te ofrece la alcaldía de Madrid no la cojas, caca"- trata desganadamente de convencernos de que lo que teme es el comunismo, el rojerío de Manuela, el Podemos bolivariano, los bolcheviques, los chinos, qué sé yo. Los soviets de los barrios, dice.

Como si a estas alturas de esperancismo no supiéramos que ella solo tiene una inquietud, ella misma, y solo conoce un movimiento posible: hacia adelante. Para los financieros sin escrúpulos se acuñó en los 80 el nombre de tiburones por ser este un animal que no puede parar nunca porque muere si lo hace. Solo sabe avanzar, pase lo que pase, se trague lo que se trague por el camino. Pues eso.

Lo que gusta y espanta de Esperanza es prácticamente lo mismo. Que dice lo que se le pasa por la cabeza casi sin filtro o solo con el suyo que no es mucho

Lo que gusta y espanta de Esperanza es, como ocurrre con todo el mundo, prácticamente lo mismo. Que dice lo que se le pasa por la cabeza casi sin filtro o solo con el suyo que no es mucho, para pavor de su jefe de prensa que debe de vivir al borde de la hemodinámica. Que se nos presenta como es y apenas pide perdón. Una fachorra tremenda, con todas esas pasiones de señoritinga, con su golf y su bridge, con su espejo de teatro en el despacho para atusarse el flequillo, con sus medias de repuesto en el coche oficial, con sus persecuciones a los de Caiga quien Caiga para que se fijara en ella la media España que todavía la estaba ignorando y, también, una arrabalera perdida, que bautiza El hijoputa a Gallardón y se encara a una enfermera protestona por la sanidad pública mascando chicle y con toda la representación física del "¡A que te meto!": hombros replegados, puños a la altura de las axilas y mentón con repetido movimiento gallináceo ‘palante patrás’. La mujer le gritó "¡Viva Gallardón" y ella le espetó entre dientes (y entre el chicle): "¿Le votas?, ¿le votas?" y no le arreó unas galletas porque había cámaras y tenía que visitar quirófanos de cartón piedra con lámparas y camillas traídas de otros hospitales, que es algo por lo que siempre ha tenido devoción.

Esperanza es una superviviente. De una enfermedad seria, de un accidente de helicópero y de un atentado extranjero (que nos dejó aquella imagen suya con los calcetinitos, la India con calcetinitos), pero sobre todo de ella misma y de sus ideas, que va dejando atrás como lágrimas en la lluvia. Del tamayazo, del Eurovegas (arriba el juego y los puros, abajo el imperio de la ley y los amargados que no dejan fumar), de llamar vagos a todos los profesores de la pública, con un par; de una privatización de la sanidad que no convenció ni a las empresas a las que se supone que beneficiaba, ya tenía que ser mala. Ella la pergeñó, pero no se quedó para ver cómo acababa porque cedió entonces a la más estrambótica, la más peregrina de todas sus decisiones peregrinas: dimitir.

Siempre pensé que ahí estaba la clave, que materializada en ese arraque estaba toda su esencia y me di cuenta de la imposibilidad de entenderla, de que en realidad resulta que no sabía nada de Esperanza Aguirre, a la que siempre creí vacunada contra toda tentación de alejarse del foco.

Ahora vuelve a ser ella, más ella que antes, a calzón quitado. Atrás quedó también la dimisión, como si nada, y se nos presenta más pura que nunca, con todo el sabor. Sorbemos cada día, cada telediario, cada boletín, cada F5, las oligofrénicas declaraciones que constituyen su caldo más intenso, su pastilla de avecrem Aguirre Gil de Biedma y lo paladeamos arrobados. Vemos cómo pisa el acelerador con todo ímpetu, en ese viaje a ninguna parte en el que se embarcó el 24-M, como Thelma y Louise, pero sin Thelma que a ella no le hace falta nadie, y no podemos apartar la mirada. Quién podría.

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