Blog | El portalón

Viviendo peligrosamente

Las encuestas que plantean preguntas falaces sobre los derechos sanitarios perjudican mi salud

ME LEVANTO con el sonido de la alarma del móvil, que ha pasado la noche sobre los libros de la mesilla, alineado con mi cabeza y emitiendo unas tremendas ondas deshidratadoras de cerebros. Me hago un café, bebida infernal que resiente el riñón y oxida el organismo. Además me lo bebo de pie, mientras miro desenfocadamente por la ventana, para ayudar a recuperar el nivel de estrés justo donde lo dejé ayer, como el que se despierta en mitad de la noche y quiere volver a un sueño disfrutón. Sí desayuno, menos mal, porque es la comida más importante del día y yo soy muy de hacer las comidas importantes. Y las accesorias. Todas, que no falte de nada.

Me voy a la ducha mientras mis plantas sueltan oxígeno, diligentes, después de pasarse la noche envenenándome el aire con CO2, las muy ladinas. Utilizo un champú con parabenos (mal) pero un desodorante sin aluminio (bien) y me seco el pelo con un secador que no ayuda al cuero cabelludo pero sí evita una posible pulmonía, cosa que, veleidosa, considero prioritaria. Salgo a la calle y pasan dos motos enanas y estruendosas, como esos perros minúsculos que ladran muy alto, compensatoriamente. Respiro los humos que dejan atrás, en una calzada vacía, mientras cruzo lejos del paso de peatones, viviendo muy al límite. Trabajo toda la mañana en una redacción llena de ordenadores encendidos y móviles activos. Con wifi, además. "Cercaronme as ondas, que grandes son".

Para comer toca pescado de una especie grande, quizás lleno de mercurio. La verdura es local y orgánica, pero siempre cabe la duda bacteriológica de si realmente estará bien lavada. La sal y el debate de investidura me redondean la tensión al alza. De postre me tomo un yogur, aventurera, sin acordarme de las hormonas en la leche, o de los antibióticos, o de que los animales adultos no toman leche y los humanos sí. Mira que somos. Con el café caen dos onzas de chocolate. Ni siquiera es 70% cacao. Dependiendo del humor del redactor del Daily Mail, el chocolate es cancerígeno o previene el cáncer. Sin consultar por donde da el viento hoy lo deshago en la lengua decidiendo que es muy preventivo. Las arterias se tupen casi imperceptiblemente.

Paso la tarde entera entre las ondas de la redacción. Como hay que hacer un periódico, todos participamos en el absurdo empeño de enterarnos de las noticias. Pasan cosas, suceden sucesos, ocurren situaciones. Hay llamadas, hay correos electrónicos, hay reuniones y hay tuits. Hay una infanta reconociéndose ignorante y hay estupefacción. Es un estrés. No hay forma de vivir tranquila y zen con esa manía de la realidad de imponerse, llegar, y cambiar el segundo anterior. Heráclito me amarga.

Leo que el Instituto Atomium para la Ciencia, Medios de Comunicación y la Democracia anda haciendo una macroencuesta para ver qué pensamos los europeos sobre la responsabilidad de las enfermedades crónicas. Participo. Me preguntan si creo que todo el mundo debe tener sanidad gratuita pese a sus escogencias (sic) de hábitos. Un periodista, siempre hay uno a mano, traduce esa pregunta a castellano real: ¿Tienen los gordos, fumadores y bebedores derecho a sanidad gratis? La pregunta perturba (aún más) mi precario estado de paz. Me sobreviene la hipertensión, la taquicardia y los sudores. ¿Es el corazón o es la ira? El cerebro recupera de mi escaso conocimiento varios hechos indiscutibles: la sanidad no es gratuita nunca, también obesos, fumadores y bebedores la pagan (la pagamos); en los países subdesarrollados los pobres son flacos y desnutridos; en los desarrollados los pobres son gordos; hay que educar en el autocuidado y ayudar a que la gente mire por sí pero también hay que garantizar la libertad individual. Recuerdo que la sanidad pública es, por ahora, universal y solidaria. Me tranquilizo un poco. Inspiro profundamente y decido que la encuesta del instituto Atomium está tan falazmente redactada y tiene tantos errores que no puede servir para nada. Me empeño en olvidarla.

Para hacer eso que llaman desconectar, vamos a un bar al salir de la redacción. Hablamos de la investidura y de la infanta, consultamos el móvil a veces, fundamentalmente cosas de la investidura y de la infanta, cabezones. La desconexión no nos acaba de salir muy bien, la verdad, pero interactuamos socialmente, lo que es sanísimo. O algo así. Para rematar bebemos cañas (alcohólicas) y tomamos tapas (saladas). Consolidamos bien la hipertensión antes de irnos a casa cruzando la noche, aguerridos. La ciudad está llena de tipos oscuros. Es lo que tiene la iluminación escasa.

Me lavo la cara y los dientes. Las encías se han retraído una medida infinitesimal. Me voy a la cama y leo un ensayo sobre el futuro del periodismo; o sea, sobre el fin.

Apago la luz y, en la negrura enciendo el teléfono para ver cómo dejo el mundo. Sus ondas rodean otra vez la única cabeza que tengo, mientras las plantas vuelven a producir en el silencio su CO2 nocturno. Dejo a internet todavía discutiendo sobre los bebebores, comedores y sus derechos sanitarios para dormir un sueño inquieto.

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