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La vida feliz

La importancia de la concentración resultó ser un aprendizaje tardío

"LA CALIGRAFÍA ez muy buena para eztar azí haciendo caligrafía", me decía cabeceando. Yo, abrumada por la evidencia, también asentía. Qué iba a hacer.

Pasé un verano estudiando caligrafía china por las tardes con un profesor zarabeto, con tendencia a hablar en dialecto y que, de vez en cuando, soltaba una tremenda obviedad y enseguida movía la cabeza como en un saludo militar, dándose la razón a si mismo con tanta fuerza que las gafas -esas gafas que ya no se ven, de pasta gruesa y cristal que deja los ojos como al final de un tunel- se le deslizaban, derrapando, hasta la punta de la nariz.

Cada día llegaba y extendía sobre la mesa del comedor un papel con celdillas, el papel del principiante que debe interiorizar que todos los caracteres tienen que tener el mismo tamaño, tengan los trazos que tengan, y situarse a la misma distancia. Abría después un bote de tinta negra, que echaba en un platito hondo de porcelana, llenándolo todo de un olor fantástico, un poco calamar, un poco libro nuevo y otro poco pegamento industrial. Qué importaban entonces sus zetas y sus evidencias. Con sus dos manos me colocaba la mano derecha en posición. Yo pintaba los trazos y él iba tirando del papel para situar el nuevo hueco en blanco justo debajo del pincel. Esos pinceles, que tienen el cuerpo de bambú, están pensados para sujetar exclusivamente en vertical, de forma que guardan dentro la gota de tinta sin ninguna salpicadura, y solo la dejan salir cuando las cerdas presionan el papel. Éramos una cadena de montaje calígrafo.


Se me cocinan las cosas dentro despacísimo y mis revelaciones son siempre tardías


Probábamos distintos estilos, incluido el de la hoja de hierba, que se llama así porque se supone que los caracteres quedan ligeros, finos y arremolinados, como la hierba movida por el viento, pero a mí me salían frenéticos, fruto de un ataque de nervios. Mi profesor asentía, volvía a decir lo buena que era la caligrafía para estar "azí" haciendo caligrafía y subiéndose las gafas con el índice me daba alguna indicación de la que yo entendía el 25%. Con eso íbamos tirando.

Un día, para facilitar la comunicación, se trajo a su hija, una universitaria parlanchina que pasó la tarde haciéndole constar todo lo que decía en dialecto. Él, que creía estar todo el rato hablando un mandarín puro, no daba crédito. "¿Eso tampoco se dice? ¿Tampoco lo va a entender?", preguntaba escandalizado con los ojos en blanco. Qué cruz la suya.

Llegó el momento de repetir las utilidades de la caligrafía, el asentimiento seco, el desliz de las gafas, mi asunción resignada. La chica me miró entonces y me dijo muy despacio, como si fuera una inconsciente: "Lo que quiere decir es que lo bueno de la caligrafía es que, mientras la practicas, no puedes hacer nada más, que ese rato solo te dedicas a eso".

Esa lección me llegó tarde. Ni siquiera me caló en aquel momento porque soy muy lenta, se me cocinan las cosas dentro despacísimo y mis revelaciones son siempre tardías, cuando ya todo el mundo las sabe. Una de las razones por las que, además de admirar cómo escribe, tengo verdadero cariño a David Foster Wallace (cariño como si fuera mi amigo, ese cariño) es que a él le pasó lo mismo. Cuenta su biógrafo lo que tardó en darse cuenta de la felicidad que hay dentro de la concentración, de dedicarse a una actividad y sumergirse en ella, de ensimismarse, de apasionarse y entregarse, de salir de ella como si ascendieras a la superficie después de bucear, cambiando de presión y de elemento, tanto que te perdiste. Es algo que solo llegó a aprender en la mediana edad, después de mil horas de terapia, eternos tratamientos contra la depresión, recaídas, intentos de suicidio, cientos y cientos de páginas escritas.

Lo dicen los budistas -cuando como, como; cuando duermo, duermo- lo dice el maldito mindfulness -aquí y ahora- lo dice Thomas Merton -que nos llama a concentrarnos en silencio-. Lo dicen las vidas perseverantes de los científicos probando algo mil veces, de los músicos ensayando hasta el aburrimiento, del jardinero empeñado en cuidar una variedad que siempre se le muere. Lo dicen los niños, nosotros mismos cuando lo fuimos, la burbuja en la que vivíamos escuchando historias repetidas o pintando sin salirnos del margen, pequeñeces que nos duraban horas. Lo dice nuestra mirada perdida mientras picamos cebolla y luego pimiento y luego puerro, sin repasar nada, sin recordar nada, sin anticipar nada, solo cuidando de no cortarnos.

Que me lo hayan dicho tantas veces y haya tardado tanto en aprenderlo. Que lo vaya a recordar siempre zarabeteado, lo buena, lo buenísima que es la caligrafía para detenerse, para concentrarse, para estar "azí" haciendo caligrafía.

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