Opinión

Bajo el volcán

NADA ES TAN pavoroso como la naturaleza desatada. Uno es testigo de un aguacero, de un huracán, de un terremoto, y entonces comprende que contra la fuerza imparable de los elementos no hay mucho que hacer. España es un territorio que ha sorteado bastante bien las catástrofes naturales. El terremoto de Lorca fue un acontecimiento excepcional. Las inundaciones, cuando suceden, ocupan titulares precisamente porque no son frecuentes. Lo de Filomena fue una sorpresa sin límites de la que hablaremos dentro de cuarenta años, cuando contemos batallitas, igual que ahora los lucenses hablan a sus nietos del paso del huracán Hortensia. Nos hemos acostumbrado a ver por la tele imágenes terribles de desastres sísmicos en los cuatro puntos del globo, el tsunami de Tailandia, el desastre del Katrina en Nueva Orleans, y observamos la desgracia ajena con la plácida compasión del que se sabe ajeno a acontecimientos de esa magnitud. Y entonces tembló la tierra en La Palma y un volcán inició su espectáculo tremendo entre vómitos de lava y explosiones de ceniza. De pronto la tragedia estaba en la casa de al lado, y las víctimas hablaban nuestro idioma, y entendíamos sin problema el relato de la pérdida, de la devastación, del miedo a la incógnita cuando se trata de mirar al cielo o a al suelo y no poder adivinar qué va a suceder a continuación, porque el magma no se entrega con manual de instrucciones y en el centro de la tierra no existen la ley ni el orden. Tengo tres amigos palmeros. Una de ellas, Mel, fue desalojada de su casa, y solo sabe que el camino hacia su hogar está interrumpido por la lava. Estos días hablo con ella y no sé ni qué decirle, porque ni a animarla me atrevo. Porque yo sé, y sé que ella sabe, que el guion de esta película no está escrito todavía, y que esta vez va en serio, y no sucede en Sri Lanka, ni en Puerto Príncipe, ni en la isla de PhiPhi. Esta vez el drama nos toca a nosotros, se cuenta en español, y es dolorosamente nuestro.

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