Opinión

Cazando a Pikachu

“EN EL Congreso hay Pokemons”. Me lo susurró un periodista en el mismo tono misterioso que empleábamos en la época universitaria para avisar a los colegas de que a la farmacia del barrio había llegado una remesa de katovit. La idea de que haya un montón de muñequitos virtuales pululando por mi lugar de trabajo provoca en mí una mezcla de perplejidad y regocijo: se ve que tenemos de todo. Yo no cazo Pokemons. Ni siquiera he querido bajarme el programa que te convierte en buscadora de misteriosos bichejos… y en segura participante de ataques de histeria colectivos cuando alguien detecta a Pikachu en un lugar público que se ve repentinamente invadido por hordas de cazadores de entelequias. Me conozco, y sé que me engancharía fácilmente a ese invento del demonio, y me vería a mí misma, móvil en mano, intentando ser más rápida y más lista que mis competidores para hacerme con el trofeo de colorines. La fiebre por atrapar Pokemons ha provocado ya varios accidentes, atropellos, asesinatos y comisiones de delito: si se localiza un ejemplar, de nada vale el letrero de propiedad privada. El otro día una amiga se encontró a media docena de personas en el portal de su casa porque al parecer andaba por allí un ejemplar raro y apreciado de la fauna Nintendo. Hasta hubo un tipo que encontró un Pokemon escurridizo al lado de un cadáver y se preocupó de poner a buen recaudo al monigote antes de dar la voz de alarma. Las locuras comunales son así. Por eso alguien con la cabeza en su sitio ha iniciado una campaña en la que niños sirios, todos con ojos bellos y tristísimos, sujetan un Pokemon entre sus manos para ver si así alguien se preocupa por ir a buscarlos. Para que se movilicen y asalten cierres, derriben puertas, crucen semáforos en rojo y el mar y la tierra y se jueguen el pellejo, como hacen los buscadores entregados. Veo a esos niños apagados sosteniendo carteles con muñecos brillantes, y me pregunto en qué hemos logrado convertir este mundo.

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