Opinión

Mejor llama a la poli

CUANDO YO era pequeña, allá por el paleolítico superior, algunos padres insensatos solían utilizar la mención de las fuerzas del orden para controlar mejor a sus hijos desobedientes: “Si no te comes las espinacas, llamo a un guardia ¿eh?”. “Como te sigas portando mal te va a llevar la policía”. A consecuencia de esto, los niños de mi generación crecimos desarrollando alguna que otra patología de miedo cerril a la autoridad de uniforme, lo cual era un peligro: si un niño se perdía en el parque, prefería acoquinarse en un rincón envuelto en lágrimas antes que acercarse al guardia de la porra. Por suerte, en las nuevas generaciones eso está superado. Los niños de hoy no tienen ningún problema con la autoridad competente, y han aprendido a verla como un aliado al que recurrir si las cosas se ponen feas. A veces, obviamente, se extrema el asunto: la hija de ocho años de una amiga amenazó con acudir a la comisaría si su madre continuaba insistiendo en que hiciese las tareas escolares cuando lo que ella quería era ver la tele. Hace un par de días, una pequeña de dos años en Carolina del Norte llamó a la policía cuando fue incapaz de subirse los pantalones. Los padres de la niña estaban en casa, pero a la cría debió parecerle mejor confesar su torpeza para vestirse a un miembro de las fuerzas de seguridad, así que cogió el teléfono y pidió auxilio. Al llegar a la casa, una agente se encontró a la cría en el porche, peleando entre lloriqueos con unos pantalones medio enredados en las piernas. Deshizo el entuerto, abrazó a la niña y felicitó a los padres, que supongo que alucinaron al ver un coche de policía aparcado delante del jardín. La anécdota ilustra la evidencia de que, con todos los fallos que tenemos, esté emergiendo una sociedad más sensata: una sociedad en la que los niños ven en los llamados agentes del orden un amigo y no una amenaza, una mano tendida y no un puño en alto, un lugar de refugio al que acudir cuando se desata la tormenta.

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