Opinión

Al olor de la sardina

LEO ALARMADA en alguna parte que la sardina está en peligro de extinción. Cuando me entero además de que hay quien propone prohibir su pesca durante quince - ¡quince! – larguísimos años, se me hiela la sangre y el cerebro empieza a lanzar extrañas señales al estómago. Tres lustros sin comer sardinas se me antojan un castigo de los dioses, una suerte de apocalipsis alimenticio por el que me niego a pasar.  La sardina es producto poco apreciado por su aparente vulgaridad y lo modesto de su precio. Pasa algo muy parecido con los mejillones: mi padre suele decir que si el kilo de mejillón costase cien euros, en lugar de dos y medio, serían más apreciados que los percebes. La sardina arrastra la misma maldición. Cinco euros sirven para hartar de sardinas a una familia entera, y eso hace poco por reivindicar un manjar  auténtico. El gran Julio Camba escribió:  “Una sardina, una sola, es todo el mar”, y añadía que, a pesar de todo, no debía comerse nunca menos de una docena, y siempre con las manos. Las sardinas son un milagro en empanada, acompañadas de cachelos, o en proletario bocadillo pringoso de aceite, con arroz en blanco, y hasta en capricho alambicado de nueva cocina. Pienso en sardinas y pienso en noches de san Juan, con su olor a humo y su chisporroteo de brasas, o en un paseo por la Alfama lisboeta, o en las playas de Málaga con la promesa de un espeto. Recuerdo las cajas de sardinas que llegaban a mi casa como arsenales de plata de las Indias, y a los niños jaleando la labor del encargado de la parrilla mientras alguien pedía que se cerrasen las ventanas para que no entrase en la casa el olor del asado. Quiera la suerte que no acabemos recordando las sardinas como una quimera, y que dentro de un siglo las gentes hablen de ellas como un bicho mitológico que a lo mejor era una invención de novelistas y poetas. Si para eso tengo que estar un año sin catarlas, pagaré con gusto el peaje de la veda con la que nos amenazan los expertos. 

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