Opinión

Cita con el ministro

HUBO UN tiempo en que creí que los ministros eran personas muy ocupadas que tenían que cuadrar la agenda hasta para tomar un café a media mañana. Empezaron a sacarme de mi error aquellas ministras de Zapatero que se pusieron de acuerdo para posar durante doce horas ante las cámaras de Vogue: mis amigas y yo tardamos semanas en organizarnos para una cena. La última prueba de que los ministros tienen tiempo si lo gestionan bien me la ha dado Jorge Fernández, que estuvo 50 minutos con Rato porque éste había recibido 400 tuits amenazantes. No sé si la reunión con las altas esferas va por tramos: si te mandan 100 tuits vas al director general, si son 200 al secretario de Estado y si pasan de 300 te sientas con el ministro y le cuentas tus penas. Pero vamos al meollo. Que Rato —a pesar de su escolta— se sienta inseguro y llame al ministro es normal: sigue creyendo que el mundo para él tiene otras reglas. Igual si le salen tres granos manda recado a Alfonso Alonso, y para actualizar el currículum llama a Fátima Báñez, y si ha plantado un manzano y no crece, el puñetero, pide hora con la ministra de Agricultura. Es la marca de la casta. Don Rodrigo fue superministro, director del FMI, presidente de Cajamadrid. Andaba por otra carretera y caminaba dos palmos por encima del suelo. Si tenía un problema, el que fuera, tocaba a rebato y alguien de arriba lo solucionaba. No era un señor normal, era un extraterrestre, y es posible que esté convencido de que la vida sigue igual. Pero el número uno de Interior no puede reforzar esa convicción, que es lo que ha hecho Jorge Fernández: dejar que Rato piense que sigue jugando en una liga distinta a la del resto de los ciudadanos. Hoy por hoy, Rodrigo Rato no es más que un imputado por delitos que pueden llevarle a la cárcel. A esa gente, señor Fernández, no se le abren las puertas de un despacho en el ministerio, y me da igual que haya recibido muchos tuits insultantes o un puñado de tracas valencianas.

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