Opinión

Dietas

A PARTIR de cierta edad, lo normal es pasarse la vida haciendo dieta. No es sólo cuestión de vanidad: está también la salud. Un buen amigo sufrió hace días un amago de infarto. Lo primero que le dijo el médico fue que tenía que perder doce kilos, así, a bocajarro. Hace tiempo que tengo mis propios problemas con el exceso de kilos, que se incrementan de año en año: cada vez cuesta más librarse lo que sobra. Últimamente me fijo mucho en la increíble cantidad de ofertas que hay por aquí y por allá para acercarnos a la tierra prometida de la pérdida de peso: “El increíble truco para bajar cinco kilos sin ningún esfuerzo”, “perdí ocho kilos sin enterarme”, “recuperé mi figura de antes sin hacer apenas nada”. Todo es mentira: para librarse del sobrepeso no hay milagros ni trucos de magia: se trata de comer poco y muy pocas cosas, hacer ejercicio, olvidarse del alcohol, de las patatas fritas y el chocolate, el pan pringado en la salsita y el café con churros del desayuno. Hay que andar una hora al día, apuntarse a zumba o a boxeo o a danzas africanas, y en la barra del bar pedirse una botella de agua en lugar de una caña o una copa de vino con la tapa de bravas. Sencillo y durísimo, sobre todo si se quiere tener un mínimo de vida social. El otro día, en una cena, me sirvieron una hoja de lechuga y un bistec mientras los demás se bajaban una lasaña. Todos esos consejos de las revistas que hablan de adelgazar desayunando granos de arroz o tragándose un garbanzo crudo son formas de hacer el indio. También las dietas milagro, que si bien ofrecen resultados apetecibles acaban por crear el temido efecto rebote: mi amiga S perdió quince kilos con una dieta de sobres de proteínas, y luego ganó veinte, así que ya me dirán dónde está el negocio. Por mi parte, estoy estudiando si será mejor tomarme el régimen en serio y vivir contando calorías y subiendo escaleras como una condenada, o tirar la toalla y convertirme en la gordita simpática de mi pandilla.

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