Opinión

Familia

ESTABAN DELANTE de mí, en la larga cola del súper, en plena hora punta. Me fijé en ellas porque una era de esas mujeres raramente atractivas, de belleza difícil, a lo Penélope Cruz. A pesar de que una me pareció sensiblemente más guapa que la otra, había entre ambas un parecido innegable que dejaba claro que eran hermanas. Llevaban una sola cesta con algunos productos de marca blanca: yogures, pasta, pan de molde, tomate frito. Lo normal, vamos. De pronto llegaron corriendo dos críos de ocho o nueve años. Traían en la mano unos bizcochos, o tal vez galletas: alguna de esas chucherías que prefieren los niños a la merienda. Lo echaron en la cesta, y una de las dos mujeres – la menos guapa, que era también la más mayor – les lanzó una mirada de reconvención antes de decirles que lo dejaran en su sitio. Uno de los niños preguntó por qué con la decepción pintada en la cara. “Porque no nos hace falta”, musitó su madre, y los niños, resignados, echaron mano a lo que había en la cesta para devolverlo. Y la otra mujer, más joven, claramente la tía de los chiquillos, les quitó el paquete de bizcochos y lo volvió a dejar en la cesta tras mirar a la que debía ser su hermana con una media sonrisa. Llegó el momento de pagar, y la mujer que se parecía a Penélope Cruz se adelantó a sacar la cartera: pagó los yogures, la pasta, el pan de molde, los bricks de tomate frito y las golosinas de los niños. Me fijé bien en aquella desconocida: vestía sencillamente, llevaba unas deportivas no demasiado nuevas, un bolso de piel desgastado por el uso. Aposté a que ella tampoco le sobraban los veinte euros con los que acababa de pagar la compra de su hermana, pero tal vez era un poco más afortunada, o tenía un trabajo un mejor, de la misma forma que era algo más guapa, y quería compartir con los suyos un poco de su buena suerte. Eso es la familia, pensé, mientras los dos niños se repartían los dulces ignorantes de que los había pagado el remedo de un hada madrina. 

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