Opinión

Fechas

EL LUNES pasado se cumplieron trece años desde la muerte de mi madre. De aquel veinte de marzo que me mandó de bruces contra lo más lacerante de la pérdida. Los amigos que cayeron en la cuenta me hablaban con esa cautela cariñosa del que intenta estar cerca sin despertar a la bestia. Les tranquilicé: no creo en los aniversarios luctuosos, no creo que el peso de la ausencia se multiplique por culpa del calendario, no creo que la tristeza sorda que habita en nosotros cuando perdemos a alguien querido se revuelva por mor de una coincidencia de fechas. La tristeza no crece por coincidir con un día, igual que no mengua cuando ese día se acaba. El misterioso mecanismo del dolor no tiene una palanca para activarse o para refrenarse. Y es lógico. Me niego a sentirme más triste el veinte de marzo que el veintiuno o el diecinueve. Es cuestión, supongo, de voluntad. De no conceder al desconsuelo una nueva victoria para punzar el alma, para hacer más grande una herida que va a estar siempre en el mismo sitio. Una herida misteriosa en la que el tiempo va dejando una cicatriz patente y visible, que puede abrirse en cualquier momento. Quizá un dios miserable inventó para eso las conmemoraciones luctuosas, como si hubiese que buscar una ocasión para estar más triste. Un motivo para sufrir un poco más, para dar un paso atrás en la recuperación de las lesiones del alma. Yo no echo más de menos más a mi madre cuando la cifra de su muerte se planta en el calendario, ni me pone más triste saber que sigo viviendo sin ella. Por eso yo, que celebro hasta los aniversarios más inverosímiles, que mando un mensaje a este o a aquel amigo para recordarle que se cumplen años desde que nos conocimos, yo que señalo con rojo en la agenda el día señalado para conmemorar algo alegre, paso de puntillas y sin ruido por esas jornadas que supuestamente magnifican la ausencia. Es, supongo, una forma de reivindicar la dicha sobre la pena, la vida sobre las sombras de la muerte.

Comentarios