Opinión

La esperanza


Si no estuviese tan pendiente de lo que va a pasar en Cataluña el 21 de diciembre, si no se me acumulase el trabajo, si no llegase a casa con la cabeza como una zambomba y un cerro de papeles para leer, habría seguido con mucho más interés la tragedia del Ara san Juan, el submarino que se perdió en algún lugar de la costa argentina y cuya búsqueda fue narrada al compás de la angustia de los familiares, que veían desvanecerse su esperanza con cada minuto. Recuerdo un suceso parecido, hará unos doce años, cuando un submarino ruso – el Kursk – se convirtió en una tumba para setenta militares. Había una débil posibilidad de que la historia del Ara pudiese tener un final feliz: algunas pistas, algunas señales, la mancha de calor que podía ser una prueba de vida. Por desgracia, la realidad se impuso, y a estas horas nadie duda ya de que los 44 tripulantes del submarino estén muertos. Ahora, los familiares de las víctimas reprochan a las autoridades que se les ocultasen detalles esenciales para entender lo ocurrido, como la explosión detectada tres horas después de perder el contacto con el submarino, y que hacía presagiar lo peor. Algunos sienten ya que han sido víctima de la cobardía de quienes no se atrevieron a reconocer el desastre y prefirieron dejar a los deudos deslizarse poco a poco hacia la certeza de la desgracia. En estos días – muchos, demasiados – los deudos de los fallecidos se han agarrado como podían a cada chispazo de optimismo, pero las buenas perspectivas fueron perdiendo fuelle hasta agotarse para siempre. Partía el alma ver a los padres de los jóvenes desaparecidos aguardar un milagro. Me pregunto si, en el fondo, no estaban todos convencidos de que el milagro no sucedería, y que todos estaban dándose tiempo para asumir el desgarro de la pérdida. Se acabó la espera, llega el duelo, decían en una televisión argentina. Un duelo que nadie sabe si se retrasó deliberadamente. Habrá tiempo para la verdad. Ahora sólo queda la pena. 

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