Opinión

Nostalgia de la lluvia

LOS OTOÑOS de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, eran otoños eternamente grises en los que – o eso me parecía a mí – la falta de luz convertía en un desperdicio el color dorado y rojo y naranja y ocre de los árboles. Luego vine a Madrid y descubrí otros otoños luminosos, en los que al atardecer la luz se cobra el color del caramelo y se pueden dar paseos sobre las hojas crujientes y secas de los parques públicos. Sin embargo, en este año de sequía, he vuelto a añorar la lluvia: de pronto siento nostalgia por las mañanas de infancia, con la nariz pegada al cristal helado mientras llovía en la calle, y en el jardín, y en el mundo que estaba al otro lado de la ventana. Recuerdo los paraguas de colores moviéndose con pericia por la calle de la Reina – ¡cómo noté al llegar a Madrid la torpeza de la meseta a la hora de manejar los paraguas! – y a mi abuela ofreciendo churros para paliar el aburrimiento de las tardes de lluvia. Aquellos churros que hacía mi abuela mientras fuera se derramaba el otoño eran la metáfora de un hogar cálido y seguro, en el que ser feliz mientras fuera hacía frío. Recuerdo unas katiuskas rojas y un impermeable azul, mis armas para hacer cada mañana el camino al colegio entre el viento que alborotaba las gotas de agua, y los charcos en los que saltar cuando se despistaban los adultos y los niños nos sentíamos libres. Ahora ya no puedo saltar en los charcos, ni correr hacia el colegio con unas botas de goma, ni merendar los churros de mi abuela. Supongo que no añoro tanto la lluvia como a la niña que fui, pero necesito que esta sequía dé una tregua, que el cielo se abra por la mitad y llueva durante muchos días con sus noches para limpiar el mundo y reverdecer los campos y aventar el aire sucio y espeso, para que la calle se llene de paraguas y se escuche el rumor de las gotas de agua escurriéndose entre las ramas de los árboles. Que el dios de la lluvia se apiade de nosotros. Que llueva, por favor.

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