Opinión

Que se besen

HACE NUEVE años que vivo en Chueca, así que no me asusta que dos hombres se besen en la boca. Veo la escena a diario, y me gusta comprobar que la gente se quiere y sella el amor –o el afecto, o el deseo, o lo que sea– con el gesto inconfundible de un beso prolongao, como el del tango. Me gusta que se besen dos hombres, que se besen dos mujeres, que se besen una mujer y hombre, que se bese quien quiera y quien se quiera. Me gustan los besos en la calle, y delante de un escaparate, y en las terrazas callejeras. Hace años, muchos, la gente que iba a París se asombraba al ver la liberalidad con la que se besaban los franceses, porque entonces el beso era algo tan absurdamente íntimo que había que cubrirlo con el burka de la privacidad: la gente se besaba, pero sólo en su casa, o en una esquina, o dentro del portal esperando que no apareciese el sereno a cortarles el rollo. El avance de las civilizaciones se mide también por la alegría con la que sus ciudadanos se besan. Cualquier sitio es bueno para besarse, excepto la sala principal de un tanatorio, donde los morreos no tienen mucho sentido por la presencia del difunto, o el hemiciclo de congreso de los diputados cuando hay una sesión de investidura. Sí, yo también aluciné con el beso entre Domenech e Iglesias, pero no porque fueran dos tíos quienes se daban el pico: me hubiese sorprendido igual ver a Pablo besando a Alexandra Fernández, la portavoz de En Marea. En el beso de Iglesias y Domenech no había pasión, ni había deseo, ni siquiera el cariño de los besos secos que se dan los ancianos cuando ya sólo les queda eso para recordar que se siguen queriendo. En el beso que se dieron había, simplemente, ganas de provocar, de llamar la atención. El suyo no era sino un beso hipócrita, un beso artero que no vale lo que vale un beso. El hemiciclo, señoría, está para cosas más serias. Eso sí, cuando Iglesias y Domenech se vean en la cafetería, prometo ser la primera en gritar “que se besen”.

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