Opinión

Robar la historia

EN EL Congreso, la semana fantástica es aquella en la que se votan los Presupuestos Generales del Estado en maratonianas sesiones de diez horas en las que no se para ni para comer. Las votaciones tienen cierta emoción por el peligro de equivocarse – a la cabeza del pelotón de los torpes se situó el listísimo Pablo Iglesias, que apretó hasta cuatro veces el botón que no era – pero, en general, son jornada más bien tediosas: lo más intenso fue el leñazo que se pegó mi compañero Toni Roldán al romperse su escaño. El miércoles, al acabar, todos teníamos la sensación colegial de haber finalizado los exámenes. Fue por eso que encaré con cierto entusiasmo la comisión de cultura del jueves, en la que tuve ocasión de defender la más bella iniciativa parlamentaria a la que me he enfrentado: pedí al Gobierno un reconocimiento para Francesc Boix, el fotógrafo de Mauthausen: un joven barcelonés que, internado en el “lager” consiguió esconder cientos de negativos que fueron clave para muchas de las condenas del juicio de Nuremberg. La historia de Boix es digna de estudio, pero en su país, España, jamás se le ha hecho maldito el caso. Por eso los franceses, que son muy listos, se han apresurado a apropiarse de su figura, y dentro de quince días darán descanso a sus restos en el hermoso cementerio de Pere Lachaise en una ceremonia oficial presidida por la alcaldesa de París. Si Boix fuese americano, o inglés, tendría película, libro y estatua en plaza pública, pero aquí hemos desarrollado tantos complejos sobre el pasado que parece que nos da vergüenza presumir de él, por eso nos quitan hasta a los muertos. Boix es español, pero pronto lo será un poco menos y un buen día los franceses dirán que nació en Marsella o en Burdeos y que tomaba fotos en los campos Elíseos en lugar de en los barrios populares de Barcelona. Para entonces será ya demasiado tarde para reclamar la verdad. Somos tan panolis que nos dejamos robar la historia en las mismas narices. 

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