Opinión

Tal como éramos

UN RETO en redes sociales invitando a compartir imágenes de diez años atrás ha llevado a medio mundo a ofrecer urbi et orbe pruebas evidentes del paso el paso del tiempo. Mi hermana encontró el otro día un montón de viejas fotos de aquella época antediluviana en la que había que correr el carrete, pedir negativos para sacar copias y cuidarse muy mucho de no poner los dedos encima del revelado, porque allí se quedaban. Las colgó en un chat de la familia y entre todos averiguamos que las fotos (tomadas en una cena del 31 de diciembre) tenían veintitrés años. Fue una zambullida en la nostalgia. Cuatro de las personas que allí aparecían —mi madre, mis tres abuelos— sonrientes y vestidas con sus mejores galas, ya no están con nosotros. Mi prima Natalia tiene la misma edad que ahora su hija Martina. Y mi padre, la edad que tengo yo hoy. Mi hermana está exactamente igual, y me pregunto cuáles serán las contrapartidas del evidente pacto fáustico. En cuanto a mí, qué quieren que les diga: me asombra constatar que hubo un tiempo en el que podía meterme en un vestido de la talla 36, y me dan ganas de susurrar a la joven veinteañera que mira a la cámara «sírvete más patatas, que no siempre podrás comer las que quieras». Por supuesto, le diría más cosas. Le diría que aprovechase para abrazar mucho y muy fuerte a las personas con las que compartía mesa, porque algún día no iba a poder hacerlo. Que la vida le reservaba sorpresas que no podía imaginar y que se harían realidad sueños que ni siquiera sabía que tenía. Que el noventa por ciento de los asuntos que en aquel momento le preocupaban o la ponían triste eran absurdos y no merecía la pena dedicarles ni un segundo. Que fuese un poco más consciente de su suerte y disfrutase más intensamente de las pequeñas cosas. Que los años por venir merecerían la pena… y que guardase los pendientes que llevaba puestos, porque veinticinco años más tarde volverían a estar de moda y lamentaría haberlos tirado.

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