Opinión

Trump Tower

RECUERDO LA primera vez que entré en la Torre Trump –derroche de brillos de dudoso gusto, cascada artificial, dorados y mármol por todas partes– y cómo sentía una mezcla de curiosidad y simpatía por el tipo capaz de idear semejante delirio en la milla de oro de Manhattan. El gigantesco atrio de la torre Trump supone todo un desafío para una zona donde lo que falta es espacio. A nadie le cabe duda de que su propietario tiene que ser alguien muy particular para regalarse metros y metros desperdiciados. Si aquel día me hubiesen dicho que el dueño de aquel invento –cuyas corbatas y objetos de merchandising se vendían profusamente en el vestíbulo de entrada– iba a acabar siendo presidente de los estados Unidos, me habría echado a reír. Trump, que sonreía ferozmente a los visitantes desde un poster no muy afortunado, me pareció cualquier cosa menos un elemento presidenciable. Pero ahí está, listo para ocupar la Casa Blanca con su tercera esposa y su particular progenie. Durante los próximos años –o eso se supone– será el lider del mundo libre, el hombre más poderoso de la tierra, el portador del maletín que puede desatar una catástrofe nuclear. En mi primer viaje a Nueva York pensé que aquel hombre de pelo pajizo y sonrisa amenazante era un inofensivo excéntrico, un rico de remate, un caprichoso, un exagerado. Luego seguí sus andanzas en los shows de televisión, en los concursos de Miss Universo, en las revistas en las que mostraba con el mismo orgullo la mansión que había pertenecido a Barbara Hutton que a su esposa curvilínea. El bueno de Donald, promotor de realities y hacedor de saltos de agua en mitad de la quinta avenida, está empezando a escribir otra página de la historia. Quién nos lo iba a decir. Quizá ese fue el problema: que nos pilló por sorpresa y cuando quisimos darnos cuenta ya estaba blandiendo las llaves de la casona de Pennsylvania Avenue que es, en cualquier caso, mucho más modesta que cualquiera de sus residencias.

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