Opinión

El culo de todas

Como soy una señora de provincias con suerte, nunca he sufrido grandes situaciones de abuso sexual, ni tampoco de maltrato.

Puede que haya recibido algún insulto en el fragor de alguna batalla de la convivencia, pero probablemente los vería, como en el póker, y respondería con mi escalera de oprobios aún mayor porque mi boca, que a menudo es un jardín de rosas, en ocasiones se vuelve un depósito de espinas espoleadas por mi carácter riquiño pero convenientemente indócil.

Una vez, cuando era muy joven tuve un novio celoso. Era muy guapo y yo adoraba su pelo espeso que hacía un único caracol sobre la frente y aquella mirada fulgurante que aparecía entre sus pestañas justo después de besarme. Era guapo y sensible y me gustaba mucho, pero fui lo suficientemente lista como para dejarlo cuando me cansé de su absurda inseguridad, de su insatisfacción, de la duda que proyectaba siempre sobre mi persona, de sus cansinas escenitas. Nunca pensé en cambiar mi forma de comportarme para paliar sus delirios, simplemente me largué.

Muchos años después el chico, ya un hombre con mucha vida a sus espaldas, me pidió disculpas por todo aquello, lo que me hizo sentir orgullosa de mí y de él, por haber reflexionado sobre el pasado.

Al mismo tiempo pude corroborar que mi lucidez poniendo fin a aquella relación quizás nos libró de situaciones mucho más graves. Con otra mujer no se le desataron los demonios y él pudo ver mirando atrás un comportamiento que no conducía a ninguna parte. Al menos a ninguna buena.

En ese caso mi forma de actuar tuvo que ver en el resultado, después de todo estar con él o no hacerlo era una decisión mía.

Nada que ver con el abuso que supone que alguien decida tocarte sin una señal de invitación por tu parte. Será por eso que recuerdo perfectamente la primera vez que un individuo me tocó el culo. Recuerdo mi rostro adolescente y el aire que azotaba el puente de la Barca y hasta recuerdo el olor de la ría aquella mañana de cielo azul que yo lo cruzaba para ir al instituto. Y sobre todo recuerdo mi estupor, la sensación de impotencia, de violación, de furia, de ira insatisfecha porque me hubiera gustado en ese instante eliminar de la faz de la tierra al tipo que creyó que mi cuerpo era propiedad universal.

Dirán ustedes que la muerte es un destino exagerado para tan poca ofensa y que no soy yo precisamente una mujer que sacralice su cuerpo. Y es verdad, no lo soy, pero sí sacralizo mi libertad. Por eso aplaudo a la joven que ha denunciado al tipo que le dio una palmada cuando pasaba tranquilamente delante de él y sus colegas en un bar.

Admiro su tesón y su empeño y su sororidad, porque eso sí es pensar en todas, y me congratulo con la sentencia que considera abuso el "insignificante" gesto de tocar sin permiso un culo.

Espero que sirva para que a partir de ahora los que sientan la tentación, se metan la mano en orto, sí, pero en el suyo.

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