Opinión

Evolucionando

Ayer alguien a quien acababa de conocer, pero que conozco de vista de toda la vida por la magia y maneras de las ciudades pequeñas me dijo en un momento de la conversación que él es un fracasado. Le contesté que menos mal, que el éxito tiene algo de vulgar y que conviene dominar el arte de perder, que contaba tan bien en aquel poema Elizabeth Bishop. Me miraron extrañados, como si se me hubiese quedado la raya frita atrapada en los dientes. Ahora que lo pienso, igual era eso, pero estarás conmigo en que es mucho más interesante beber con alguien que no sabe qué ha hecho con su vida que con ese otro que se pasa del aperitivo a los postres detallando sus logros como si no se hubiese enterado de que se irá con todos ellos a la tumba y que nadie te quiere por lo que haces, sino por lo que eres. Aunque al cocinero del Loaira lo podríamos amar por su zorza de pez espada.

Nos pasamos la vida perdiendo, nacemos y ya empezamos a acumular pérdidas, el vientre materno, por ejemplo, que debe ser el lugar más placentero de vida en la tierra. Vivíamos en un útero lleno de endorfinas, un parque de atracciones de sustancias, podíamos ver a nuestra madre por dentro, ¿hay algo más sofisticado que eso? Y, ¡zas!, lo perdemos.

Nuestro primer acto en el mundo es un llanto de nostalgia por lo que ya no volverá.

Luego perderemos la libertad de horarios y de atuendos, de comer con las manos, de ensuciarnos las uñas, de salirnos de la fila, perderemos la inocencia y aquel cromo de B que cambiamos por cinco de Valdano y que tanto nos costó conseguir, perderemos la pulsera de oro que nos regaló la tía María y la ilusión del primer beso, vendrán otros infinitamente mejores pero nunca serán el primero. Perderemos a aquel compañero de pupitre que un día enfermó y ya nunca volvió, perderemos la casa de la infancia con sus cielos azules y su sauce en el jardín, perderemos el reloj del abuelo que al final se quedó un primo de Toledo, perderemos todos los caminos que dejamos de elegir, perderemos el tiempo y la esperanza y el amor eterno, perdere mos las llaves del hogar en una crisis financiera o al hermano antes querido que ahora hemos desplumado en la herencia, perderemos el sabor de las rosquillas que sólo hacía la abuela, perderemos las lágrimas que derramamos sin saber por qué, perderemos al amigo que de repente un día se convierte en un desconocido, perderemos los papeles y la vergüenza, perderemos todos los amaneceres que nos pillan dormidos, perderemos el olor a bebé de nuestros hijos, perderemos, y será terrible, a nuestros padres, perderemos la firmeza de la piel (y de las tetas), perderemos las llaves y aquel último tren.

Perderemos la vida pero, mientras tanto, podemos aceptar el fracaso y sonreír.

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