Opinión

Mujeres hikikomori

Retrato de Sor Juana Inés de la Cruz realizado por Miguel Cabrera. EP
photo_camera Retrato de Sor Juana Inés de la Cruz realizado por Miguel Cabrera. EP

HAY UNA PALABRA japonesa para definir a los jóvenes que se aíslan del mundo, van relacionándose cada vez menos, dejan de interesarse por la calle y un día deciden poner el pestillo en su habitación y hacer de ella su universo.

Son los hikikomori y son productos de nuestro tiempo, pero no hay una palabra para nombrar a las mujeres que en un momento de su vida o de una manera gradual, probablemente imperceptible, van alejándose del mundanal ruido.

Quizás pertenezcan a esa especie las viejas del visillo o las viejas de los gatos, que es lo que aseguro a menudo que seré de mayor, pero más allá de la broma los términos esconden cierta jocosidad despectiva que no incluye la curiosidad por los motivos que nos llevan al encierro, a dejar la calle y de alguna manera sutil, abandonar la vida.

Emily Dickinson se vistió de blanco y tomó la decisión de no salir de la propiedad familiar de Amherst, un encierro rebelde con el que se libró de algunas tareas de las que difícilmente podían evitar las mujeres, aunque yo tiendo a creer que los motivos siempre son más íntimos que políticos.

No fue una existencia en soledad, tenía un jardín, tenía hermanos, tenía las cartas y tenía la poesía.

La cantante Mina decidió dejar los focos y recluirse en una casa en Suiza. En el país de las montañas también vivió sin apenas salir de casa en un pueblo de 200 personas Patricia Highsmith, y Sor Juana Inés de la Cruz se metió en el convento para que la dejaran dedicarse al estudio sin que le dieran la lata.

Pero hay mujeres más comunes que no acaban en las enciclopedias y que van metiéndose poco a poco en una conchita. Así lo hacían aquellas viudas que se vestían de negro y durante años sus únicas salidas eran por el camino de la iglesia.

Ahora puede ser nuestra hermana o una amiga o la vecina del tercero, muchas veces con excusas reales como una lesión en la espalda, un dolor de pie, la obligación de cuidar a alguien o cualquier motivo aparentemente cuantificable que disimule, a ellas mismas, su necesidad emocional de huir. ¿Huir de qué?, me preguntarán.

Pues supongo que de las fatigas de vivir.

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