Opinión

La impostura de viajar

Es raro encontrar a alguien a quien no le guste viajar. Al menos que lo asegure, como si hubiera algo inconfesable en ello, como si la preferencia de quedarse en entornos conocidos y abarcar el mundo por otros medios fuese una vulgaridad, un signo de debilidad de carácter, una falta de vigor, de fortaleza, incluso de ganas de vivir.

El viaje se ve como sinónimo de energía, de curiosidad, ofrece una pátina de brillo, un vano aire de sofisticación a quien cuenta sus destinos del mismo modo que cuento yo mis conquistas de cama: fingiendo. Cuanto más viajo, más me parece que el turista es un fingidor.

Qué otra cosa puede ser ese ser humano que se sienta frente a la Fontana di Trevi y arroja los desechos sobre el mármol que no escogió Bernini.

Vale, un guarro, pero además, uno que se ha tomado la molestia de hacer maletas, pasar controles, hacer colas, cansarse de todas las maneras posibles y frente a la gran belleza de Roma responde arrojando basura, cosa que podía hacer perfectamente en su ciudad, es alguien que viaja empujado por motivos que no son suyos, sino totalmente prestados, impostados, quizás arrastrado por la fuerza de los tiempos que nos lleva a movernos sin ton ni son de aquí para allá.

Hace unos años fui con mi madre a Jordania. Era un viaje organizado, con guía, hoteles buenos y un autobús con aire acondicionado que atravesaba aquellos paisajes hipnóticos, que ambas contemplábamos fascinadas, lleno de personas adormiladas que ni se molestaban en mirar por la ventana, como si el trayecto entre Amman y Petra fuera similar al de Caldas de Reis-Pontevedra y estuvieran hartos de verlo.

En lo más alto de la ciudad de piedra, sobre aquella cordillera rocosa, viví la experiencia del silencio más hermoso que recuerdo. Nadie llegó hasta allí y tiene su lógica porque las escaleras a aquel cielo bellísimo entre templos rosas parecían no acabar nunca.

A mí me gusta viajar, o eso creo, porque quizás yo también estoy empujada por la máquina creadora de deseos del capitalismo, pero cada vez admiro más a esas pocas personas que me voy encontrando que me dicen con naturalidad que no les apetece viajar.

Mi padre, por ejemplo, que prefiere conocer cualquier lugar del mundo con Google Earth que volver a sufrir las incomodidades que llevan los viajes salvo que dispongas de un jet.

O mi amigo Julio, que quiere pasarse su mes de vacaciones en el pueblo levantándose a la hora que el cuerpo lo pida, viendo los rayos de sol atravesar las encinas, tomando chiquitas con los vecinos que como él regresan en verano, haciendo el amor cada noche con su mujer arrullados por el viento y por los grillos, extender la vista hasta la montaña, detenerla hasta el ocaso, a la noche ponerse una rebeca y salir al poyo a buscar estrellas.

Será que estoy en Italia viendo masas haciendo colas de horas para visitar un lugar y luego salir corriendo hacia la siguiente foto, hacia el siguiente cromo o será que después de Venecia todo es decepción, pero creo que si cada día que te encuentras con la muralla de Lugo o cruzas las piedras húmedas de la plaza de la Leña no sientes emoción, mejor que no te subas a un avión.

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