Opinión

Larga vida al libro

ESCRIBO a todo correr, como si fuera uno de esos plumillas talentosos que se arrastran hasta la madrugada en antros turbios donde la vida cobra otras formas, a la vez más borrosas y más nítidas –en la noche todos las contradicciones son posibles– y llegan siempre tarde a la redacción oliendo a tabaco y al aliento de seres que no tienen hogar al que volver y, si lo tienen, acostumbran a olvidarlo.

Creo que ya no existen, y en cualquier caso, yo ni soy periodista ni poseo el arte de la palabra incisiva que recorta la realidad con la exactitud de una radial. Más bien abro ventanas cada domingo con la maña torpe del carpintero del pueblo de mi madre, el Rachapaus, que tomaba as medidas cas maus.

Mi ventana de hoy es la de Cronopios. Regalar un libro es un acto de amor y el 23 de abril las librerías se llenan de seres que aman, por eso es el día más hermoso del año y por eso tal día como hoy nuestros espacios rezuman algo mágico.

Desde mi trastienda acristalada y algo elevada observo a la gente que se mueve entre los estantes. Un hombre joven hojea un ejemplar del último de Posteguillo. Lo agarra con los mismos brazos con los que rodea a su bebé. La criatura, diminuta, estira la cabecita tranquila, tal vez mecido por el olor embriagante del papel.

Un niño se acerca al mostrador y nos desea con su voz infantil un feliz día del libro. Nos pide una historia de miedo mientras su madre se decide por La risa en la antigua Roma, de Mary Beard.

Tres preadolescentes se arremolinan sobre una mesa. Comentan entusiasmadas trilogías y sagas. A esta edad lo que se lleva son las historias de amor. Si estuviera una abuela con ellas preguntaría, con prevención, si hay escenas de sexo y ellas pondrían los ojos en blanco esperando que la librera no se entere que en la página 68 hay una bajada al pilón. Pero están solas y escogen sin censura y pagan con billetitos muy enrollados que sacan del bolsillo del pantalón.

Una mujer joven se lleva a Dickens, las Grandes esperanzas nunca fallan. Una chica de pelo morado carga con El peligro de estar cuerda. Lo coge con delicadeza con sus uñas pintadas cada una de un color. Cuando lo abra se dará cuenta de que Rosa Montero tiene la virtud de escribir como si lo hiciera especialmente para ella.

María cumple veintidós años y sus familiares vienen a buscar los títulos entre la lista que ella ha dejado. Cada vez que entra uno, Adriana y Conchi, entusiasmadas, están a punto de cantar cumpleaños feliz.

Me dejo arrullar por el frufrú del papel de regalo, por las voces amables de mis compañeras, por las sonrisas tímidas o entusiastas, susurrantes o estentóreas del ejército de lectores que defiende la eterna vida del libro con su pasión.

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