Opinión

Nada era para tanto

TODO tiende al apocalipsis últimamente, la lluvia, el viento, el mar, incluso los perros que matan en jauría como si fueran animales salvajes y no domésticos. Al menos ellos lo hacen sin excusa, no bajo el amparo de la razón. Los humanos cuando matan en grupo siempre piensan que algo los justifica, pero no voy a hablar de fin de los imperios ni de terceras guerras mundiales, que luego mi padre me riñe por hacer público mi pesimismo, si en realidad soy optimista por naturaleza, aunque la realidad me lo ponga difícil. 

En este momento es fácil serlo, ahora que estoy en la última fila del salón de actos del Museo y en el escenario hablan Susana Pedreira y Manuel Jabois sobre Mirafiori, o sobre la vida, porque todas las presentaciones de libros son una excusa para hablar de la vida. A mi lado, un hombre duerme con la boca abierta y me da envidia ese sueño robado a la jornada. La temperatura es agradable, la sillones rojos están ocupados en su mayoría y fuera las palmeras de plástico del patio se abanean al ritmo del vendaval.

Jabois parece ajeno a todas las tormentas, aunque su novela parece atravesada por unos cuantos rayos, de esos que iluminan todo por un instante antes de que vuelva la oscuridad.

Habla tranquilo, afable. Cuenta que la estructura de la novela es sinuosa, que temía que fuera un poco confusa hasta que su editora le dijo que se bamboleaba, que se sentía mecida con ese juego de presente y pasado que se entrecruzan como los árboles y el viento y los fantasmas. Estoy de acuerdo con eso, leerlo es como un baile, sólo hay que dejarse llevar por el que marca los pasos.

Los ex son los fantasmas, me parece que dice Jabois a una pregunta de Susana, pero no estoy segura porque un ronquido plácido amortigua las palabras. Todos los que han perdido algo, un hijo, un padre, el amor, saben que los fantasmas existen.

Los protagonistas de la novela se conocen de adolescentes en una Pontevedra donde es imposible esconderse, aunque si hacemos caso a Lawrence Durrel, una ciudad es un mundo cuando amamos a uno de sus habitantes.

El amado, digo yo, siempre esconde un misterio sin resolver. La chica de la novela, que estudia en el Valle Inclán, a pesar de ser poco más que una niña, viene con sus propios fantasmas, sin saber si eso le hace especial o rara, si eso es un don o un castigo, sí es real o inventado, como lo es todo aquello que sentimos y no lo podemos explicar.

Pasarán los años y llegará el final, que nunca tiene una escena definitiva. Nunca sabemos cuál es el último te quiero que decimos de verdad, dice Jabois. Las cosas se desmoronan sin que nos demos cuenta y, para cuando lo hacemos, ya no sabemos identificar el momento exacto en que todo se acabó. 

 Supongo que de eso también va la novela, del paso del tiempo, de los cambios irremediables de uno mismo y de los otros, de que la vida iba en serio lo empieza uno a saber más tarde. Verso de Gil de Biedma que Manuel desmiente radicalmente: 

 Un poco más tarde sabes que nada era para tanto. 

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