Opinión

Ser madre. O no

En todas las familias hay una imagen representativa, simbólica, que guarda la memoria de lo que fueron. En la mía, esa imagen es la de mi madre, jovencísima, con su tercera hija en brazos. Es verano, llevan vestidos livianos, los brazos al aire, y los árboles, llenos de hojas que las protegen con su sombra, sugieren temperaturas tórridas. 

La niña se agarra con las rodillas a la cintura y con las manos al cuello de su progenitora. No están posando, ajenas al objetivo, se miran a los ojos con absoluta devoción.

Por alguna azarosa razón, la cámara va más allá de la escena. Más allá del paisaje, más allá de las personas, el que sale retratado es el amor. 

Siempre envidié a mi hermana por ser la protagonista de esa foto, me habría gustado quedarme para siempre en ese instante, atrapada como una mariposa en la mirada de mamá. 

Creo que mi deseo de ser madre tuvo que ver con la búsqueda de ese momento de perfección, de belleza, de sublimidad. Era un ansía no exenta de egoísmo. Yo también quería que un ser diminuto me dedicase esa admiración, ese arrobo, esa ternura desmedida que derrocha Marga en la instantánea. 

Repetí como madre lo que ya había vivido como hija, la excelencia del vínculo, el apego feroz. Nunca me arrepentí de haber tomado esa decisión, aunque también me pregunto. ¿Lo admitiría si hubiese sido así? 

La maternidad sigue siendo un tótem. 

Por alguna razón, estoy rodeada de mujeres que han decidido saltarse la senda sagrada dibujada ante nosotras. Todas ellas llevan vidas plenas y redondas donde cabe todo. Nunca las he visto lamentarse y, a medida que todas nos hacemos mayores, más satisfechas parecen por su elección.

La menopausia las ha liberado de aquellos años en que les preguntaban a cada rato por su futura descendencia, años de miradas extrañadas o compasivas, tiempos donde fueron cuestionadas como raras o egoístas.

Ahora, por fin, pueden no ser madres. 

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