Opinión

La sumisión es una cosa de pobres

Volvía a casa cansada. Llevaba el peso de los días, flores amarillas y un libro que un amigo de las redes me dejó en Cronopios. El otoño esparcía sus restos por las losas de piedra empujado por un viento húmedo. Pensé en tomarme un agua en una terraza vacía en un local vacío de una calle hermosa y vacía.

Vi a Roberto. Roberto es el mejor cliente de todas las librerías de la ciudad. Está enfermo de literatura, aunque apenas lee. Demasiada emoción para concentrarse.

En otro momento nos hubiéramos abrazado, él con ese ligero temblor de emociones que arrastra y su larguísima barba valleinclanesca oliendo a champú infantil. Con gusto me habría sentado a tomarme algo con él. Habríamos hablado de los poetas suicidas y de si la literatura salva o condena, su tema favorito.

Pero no somos convivientes, así que nos saludamos de lejos, él con una reverencia y yo con una sonrisa que ha de adivinar en las arrugas de mis ojos. Sobre la mesa deja su libro recién comprado y una taza humeante.

Pienso, cuando me alejo, que tomar un té a la intemperie en terrazas de lugares agonizantes leyendo frases de Wittgenstein tiene algo de resistencia.

Lo dejo allí y me siento un poco más adelante, en la misma calle desierta. Pido agua con gas y una rodajita de limón. Me quito el abrigo, a pesar de que es octubre y de que la vida se ha vuelto inclemente. Abro el libro. Tiene las hojas amarillas y habla de hoteles que ya no existen. Mi telefóno hace ruido. Es Roberto, que me manda un whatsapp. Me ha sacado una foto y me la envía. Parezco un gnomo triste, con tanta ropa y las margaritas en la mano y vista desde la perspectiva de un hombre alto y de manos inestables.

Al llegar a casa pongo la tele. Veo a los poderosos reunidos sobre manteles de hilo en lujosos salones, veo su sonrisa de dientes blancos y labios pintados. Veo lámparas de araña y bocas sin mascarilla y no puedo dejar de pensar que la sumisión es una cosa de pobres.

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