Opinión

Un latido

En Madrid los plátanos vigilan el tráfico en las calles, impertérritos, los turistas se amontonan en las plazas con sus pantalones cortos y sus acentos raros, los camareros sirven cañas a toda velocidad en tabernas con historia, azulejo y goteras y los taxistas no te regañan si te has olvidado de meter la mascarilla en el bolso y ya estás dentro de un transporte público y de repente, te saltas las normas y no importa y el vehículo avanza a toda velocidad por las avenidas con las ventanillas abiertas y tú vas allí, sentada en el asiento trasero y ves pasar la ciudad, ves pasar el tiempo, y al viento no lo ves pero te alborota el pelo y te da en la cara y te hace cosquillas en el cuello y piensas en alguien y en la libertad y en la fuerza vacía de las palabras. Hay algunas donde cabe todo y cada uno la rellena a su gusto con su cementera de ideas porque las ideas de cada cual están pensadas para petrificarse en algún lugar, y la palabra se queda allí, con sus mil significados, suspendida como las hojas de las acacias cuando una ráfaga los arranca y no saben qué hacer hasta que tocan la tierra. 

Ojalá supiera yo qué significa Libertad y ojalá supiera la receta del salmorejo que pido en todos los bares de la ciudad donde hago pie. 
El salmorejo es una muestra del avance de nuestra civilización, deberíamos detenernos en el momento exacto en que a alguien se le ocurrió, seguramente a una mujer que a su lado tenía una huerta y mucho sol y a personas con hambre que tiraban de sus faldas pidiendo pan. Hacer de comer es un acto de amor. Yo ya nunca cocino para nadie, estoy demasiado ocupada buscando palabras en las copas de los árboles y a veces desde allí arriba siento pena por las personas que amo y ,sobre todo, siento pena por mí, incapaz de cultivar una verdura ni de hacer nada con las manos, estas manos que nunca supieron dibujar y que a veces acarician y otras son solo cosas muertas que cuelgan a los lados, y mientras tanto, cojo trenes para asistir a reuniones en capitales que enarbolan la bandera de la libertad y busco en los ojos de los transeúntes esa libertad de la que tanto hablan y no la encuentro. La libertad es una entelequia y un eslogan y una sensación efímera, quizás la que siente un suicida justo antes de morir y aquí nadie parece querer morir, todos parecen muy vivos y algo amargos y sus miradas figuran balcones a los que asoman sábanas heredadas y geranios marchitos y ese orgullo de los habitantes de las grandes urbes que miran por encima del hombro a las señoras de provincias que temen engancharse los tacones o los cordones en las escaleras mecánicas y las miran de reojo y resabiados, como si la cultura fuera tener en la cabeza un mapa del metro y saber que la línea 4 acaba en Alcorcón. 

Y a mí me gusta Madrid, con su soberbia y su bullicio y su egocentrismo y sus tintos de verano y sus actos inaugurados por ministros y consejeras que vienen un momento, dejan su estela de palabras escritas por otros y se van a otra parte, porque ahora, en algún lugar, hay alguien escribiendo afanoso un discurso para un político y no nos importa quién sea el que dicta, ni siquiera el que habla, siempre que diga las palabras que queremos oír. Sean las que sean deben hacernos sentir emoción, hacernos sentir, y quizás la libertad sea solo eso, un latido que te recuerda que estás vivo, como Madrid.

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