Opinión

Ver llorar

A MÍ AMIGA Ana sus padres se le murieron uno detrás de otro y bastante antes de tiempo. Él pasó una enfermedad torturante, que es una palabra que tal vez no existe pero que me apetece poner aquí, y ella sufrió un ictus fatal pocas semanas después. De aquello hace ocho años, pero ayer, mientras tomábamos un té, Ana me dijo que a veces aún siente una necesidad tan inmensa de hablar con ellos que la imposibilidad se le agarra al corazón como una garra y no puede evitar llorar desconsoladamente. El otro día le sucedió en la mesa, mientras comían. Su marido se puso tan nervioso que le sugirió la posibilidad de buscar un médium que pudiera borrar por un instante esa terrible sensación de orfandad. Nos reímos juntas por la respuesta, que hablaba más del estupor y la incapacidad que nos provoca el dolor de los demás que de la fe en los espíritus. Rafa, que es un hombre acostumbrado a solucionar problemas, no puede hacer nada con este.

Hay ausencias que no se acaban nunca. Con el tiempo, la carne se cierra sobre ellas pero están ahí, latiendo en algún lugar.

A mí, como a ti, supongo, ver llorar a un adulto, incluso sabiendo los motivos, me provoca congoja. Mucho más cuando contemplo ese llanto en alguien que va por la calle tan sumergido en su dolor que olvida la norma tácita que nos empuja a disimularlo. La puñetera civilización a veces nos hace la puñeta y las lágrimas no están bien vistas. Si además eres mujer, enseguida puedes parecer loca o desequilibrada, pero más allá de eso, la estampa de una persona sollozando en soledad en un lugar público es demoledora.

Estos días se ha hecho viral una carta que un individuo escribió al director de un periódico. Glosaba el hombre un montón de cualidades de su esposa, que murió dejándolo profundamente abatido. Para intentar paliar esa tristeza, se daba grandes caminatas por todas partes sin poder contener las lágrimas en parques, jardines, estaciones, grandes superficies.

Nadie nunca le preguntó nada.

Y esa queja abrió el debate.

Mi amigo Mario dice que la sociedad es un pozo sin empatía, sin verdad y sin emoción. Sergio del Molino dice, por el contrario, que no se trata de falta de empatía, si no de buena educación, que lo último que necesita el que arrastra un dolor tan enorme es que los desconocidos intervengan en ese momento de desolación, y que su madre le enseñó a no molestar a los demás en su intimidad.

Yo, como siempre, no sé qué pensar. Entre mis recuerdos de niñez está ver a mi madre socorriendo a alguno de aquellos yonquis que iban al Vao a buscar su dosis y acababan tirados en una cuneta de La Caeyra. También tengo la imagen de mi padre frenando y bajándose del coche en un barrio de Vigo para detener a un tipo que en la puerta de una discoteca estaba golpeando impunemente a un chico.

Me han enseñado a mirar de frente, a no esconder la cabeza ni el corazón, a no confundir anónimos con invisibles, a creer en el ser humano y a desconfiar de los que enarbolan como banderas los apellidos. Pero no sé qué debo hacer al ver llorar.

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