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Andrea debe morir

IRENE ME DUELE mucho, constantemente, todo el rato, sin paliativos ni alternativas. Ella ni lo sabe ni falta que le hace, está todavía en esa edad en la que no ha olvidado cómo ser intensamente feliz, esa edad que dura tan poco. Y a mí hasta su felicidad me duele, del miedo que me da saber que la felicidad es nuestro órgano vital más frágil y que falla tan a menudo.

Ella me ignora, claro, y hace bien, porque no hay nada que pueda hacer para que me deje de doler. No hay remedio, será así siempre, para siempre, independientemente de ella. Siempre mientras yo esté.

Este es el tipo de contraindicación que nadie te explica cuando vas a ser padre. O sí, pero ni prestas atención, lo escuchas con el fingido interés que otras matracas previas, "olvídate de volver a dormir una noche entera", "te vas a hartar de limpiar mierda", "aprovecha al principio, que luego crecen" y todos esos lugares comunes. Pero en realidad no alcanzas a comprender de qué hablan, que no se refieren a un dolor metafórico, poético, no sospechas que es tan cierto e intenso.

Yo ya tenía muy cerca ese dolor de antes, de cuando lo de mi hermana, de cuando el bicho se la fue comiendo a dentelladas, agarradita a mis padres, uno a cada lado, los tres mordisqueados que daba coraje verlos. Cuando oía en los silencios de mi padre y en los llantos de mi madre la desesperación de quien solo reza con la esperanza de que el final le llegue antes a ellos, solo por no ver como se acaba su hija. Ninguno volvimos nunca a ser los mismos, pero sobre todo ellos.

Lo había tenido muy cerca, sí, pero no supe lo que habían estado viendo realmente hasta que me fueron naciendo dolores propios, niño y niña, y empezó a dolerme así. Solo entonces pude comprender, acercarme siquiera un poco a aquello que habían sentido, al abismo del miedo sin consuelo y el sufrimiento sin esperanza de alivio.

"Nosotros, llegados a este punto, ya no tenemos miedo a nada ni a nadie", declara, agotada pero no rendida, Estela. Es la madre de Andrea, una Irene de 12 años en situación terminal que lleva meses enganchada a la vida, por decirlo de algún modo, a través de una máquina que le da el poco alimento que su cuerpo aún no rechaza. Andrea ni habla, ni camina, ni vive; sufre una rarísima enfermedad neurodegenerativa que no tiene más cura ni destino que la muerte. «Antes me veía y sonreía», se niega a olvidar Estela, "pero ahora está tan sedada que no tiene fuerzas para nada. Y cada vez va peor. Es muy triste ver cómo se va consumiendo".

Por eso no se rinden, ni ella ni su marido, Antonio, no pueden permitírselo justo ahora, cuando ya saben que no hay nada que pueda mitigar el dolor de Andrea y ni siquiera la sonrisa de Andrea, su tacto, su mirada, puede mitigar el suyo. Solo piden que le retiren la sonda gástrica, la máquina que mantiene artificialmente vivo su dolor, que prolonga su sufrimiento sin más sentido que demostrar que nuestra ciencia médica está lo bastante desarrollada como para imponer su voluntad al cuerpo, incluso por encima de sus propios deseos y posibilidades.

"No pedimos que venga alguien, le meta un chute y se marche", defienden los padres, "solo queremos que la respeten y la dejen ir sin sufrir más, porque es una campeona y se lo merece. Ya le tocó sufrir bastante en esta vida". Sé que el debate no es cómo se sienten los padres, sino como se siente Andrea, pero puedo dejar de sentir empatía con unas personas que demuestran una capacidad de sufrimiento semejante, una generosidad sin matices, una valentía tan extrema como para suplicar que dejen morir en paz a su hija.

Ante ellos, el director de Pediatría del Hospital Universitario de Santiago. No la medicina, que ya se ha declarado impotente para una solución; ni la ética, salvaguardada por la comprensión y el consejo del comité correspondiente, por si no fuera suficiente el sentido común; ni la profesión médica, que a través de la Organización Médica Colegial, que representa a todos los colegios médicos del país, ha señalado la negativa de los pediatras de Santiago como una práctica cercana al ensañamiento terapéutico. Ni tan siquiera tiene enfrente a la ley, que avala la petición de los padres de que se le retire la alimentación artificial y blinda su derecho a decidir lo mejor para Andrea.

Está bien, no obstante, que haya tantos filtros. Todo apunta, o eso quiero creer, a que en este caso no hay ni la más mínima sospecha sobre la actitud de los padres, pero debemos extremar los controles para que los errores en situaciones tan extremas, que inevitablemente los habrá, sean la excepción.

No alcanzas a comprender de qué hablan, pero no se refieren a un dolor metafísico, sino a uno tan cierto e intenso

Lo que no tengo tan claro es que precisamente en este asunto, en el que todos esos filtros parecen haber funcionado, se han tenido en cuenta todas las opiniones y los informes necesarios, se ha recurrido a la protección de la ley y la respuesta parece contar con el apoyo de todos ellos salvo de una parte empecinada en lo contrario, deba llegarse al punto de que sea un juez quien tome la decisión última.

Las autoridades sanitarias aseguran, de hecho, que es lo correcto, que es el juez el más indicado para imponer la solución, pero yo lo dudo. No creo que en casos así sea su conocimiento, su capacidad o su buen juicio mayor garantía que el acuerdo entre los médicos, los comités éticos y los propios padres, todos ellos amparados por la ley. No tenemos por qué dudar del criterio del juez al que le corresponda decidir, pero tampoco podemos olvidar que se trata simplemente de personas, con exactamente los mismos condicionantes éticos, morales, intelectuales, religiosos, políticos o sociales que los demás.

Solo deseo que la situación no se prolongue durante mucho más tiempo, y que Andrea, Estela y Antonio puedan llegar cuanto antes al final del camino que comenzaron hace doce años. Los tres de la mano, sintiéndose, con los cuerpos aliviados de tanto mordisco.

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