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No tiene gracia

NO TENGO ni idea de si Jan Böhmermann es gracioso o no. Supongo que tendrá su punto, que por algo será uno de los cómicos favoritos del público alemán, aunque tampoco sé mucho sobre lo que hace reír a los alemanes. En esto del sentido del humor cada pueblo es de su padre y de su madre, fuera de los gags universales del tartazo en la cara, la caída absurda y el caca, culo, pedo, pis de toda la vida. Tampoco es cuestión de ponernos ahora exquisitos, llevando la mochila cargada de chistes de maricas y gangosos de Arévalo, de Benny Hill persiguiendo tetudas, de Esteso y Pajares ligando suecas o del ingenio primario de Pedro Ruiz. Que Böhmermann tendrá su punto, vamos.

Tampoco recuerdo haber llamado nunca a nadie "follacabras", aunque pensándolo un poco me parece un término muy completo y descriptivo, así que supongo que si no lo he usado es porque no he tenido ni la ocasión ni el ingenio ni nadie delante que me lo inspirase. Ni siquiera a Rajoy, que anda que no le he llamado cosas, pero a lo máximo que he llegado es a teclear en el buscador de Google "trotona de Pontevedra" en busca de una leyenda urbana y de alguna risa maliciosa en privado. Pero el caso es que de Rajoy y de otros muchos presidentes y políticos se han dicho en este país y en otros auténticas barbaridades, unas más graciosas y otras menos, sin mayores traumas, salvo para los aludidos.

Son las reglas del juego en el sistema democrático occidental, las que deben ser si queremos seguir presumiendo de ello, aunque a veces no nos haga ni pizca de gracia. Böhmermann llamó "follacabras" al presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, en una de sus parodias en un programa de máxima audiencia de la televisión alemana, que por algo tendrá esa audiencia, y al turco le ha sentado como un bombardeo ruso en Siria. Normal, no vamos a pedir que Erdogan se tire por los suelos de risa con la broma; hasta podemos entender que, en un arrebato sobreactuado, trate de convertir semejante chorrada en un problema internacional, porque está en su naturaleza de sátrapa disfrazado de demócrata. Pero lo que no podemos permitirnos es seguirle el rollo más allá de los límites de la cortesía.

Si no he usado antes el término "follacabras" es porque no he tenido ni la ocasión ni el ingenio ni nadie delante que me lo inspirase


Sin embargo, lo que debería haberse arreglado con unas palmaditas en el hombro del embajador turco y el ajo y agua de toda la vida, se ha transformado en un problema de Estado para el Gobierno alemán y, con él, para toda la Unión Europea, si es que en estos momentos ya no son lo mismo. Y lo peor es que no se puede culpar al presidente turco, que solo hizo aquello a lo que está acostumbrado, sino al propio Gobierno alemán, señaladamente a Angela Merkel, que iba para estadista de postín y se nos está quedando en burócrata de andar por casa.

Merkel, en contra de la opinión de buena parte de sus socios de Gobierno, ha consentido en dar permiso oficial para que el Gobierno turco pueda actuar judicialmente contra el cómico en base a un artículo que la legislación germana arrastra desde el siglo XIX y que permite que se castigue con hasta cinco años de prisión a quien "ofenda a órganos y representantes de Estados extranjeros".

Un artículo que ya nadie se acordaba que andaba por allí y que fue esgrimido por última vez en los años sesenta por sah de Persia, pero que requiere la autorización expresa de las autoridades locales para ser utilizado. Algo, además, totalmente innecesario, porque Erdogan ya había iniciado como particular una demanda contra el cómico en base a la legislación sobre intromisión en el derecho al honor, que es la que marca los límites entre particulares en cualquier sistema democrático. Es decir, que lo que el presidente turco pretendía con su exigencia era precisamente lo que ha conseguido: humillar al Gobierno de Merkel y poner en cuestión un sistema de derechos que nos es común a todos los europeos, que nos identifica, y que en su país ha ido destruyendo metódicamente desde que llegó al poder.

A Merkel tampoco le haría mucha gracia verse retratada como "un culo infollable" por el pintoresco Silvio Berlusconi


Merkel, a la que tampoco le haría mucha gracia verse retratada públicamente como "un culo infollable" por el pintoresco Silvio Berlusconi, entonces primer ministro de Italia, pero supo darle la importancia justa que tenía, ha cometido además el peor de los errores en alguien de su responsabilidad: querer contentar a todos, que es la manera más segura de enfadar a todo el mundo.

Por un lado, pretende calmar las iras de un Erdogan al que hemos convertido en la vergonzosa solución para el problema de los refugiados, que seguro que tampoco acaban de encajar esta broma macabra de la UE. Y, por otro, para calmar el malestar de los alemanes, a la vez que daba luz verde para que el cómico fuera procesado, reconocía que el artículo legal que se va a aplicar es una anomalía y un anacronismo, por lo que plantea iniciar el proceso parlamentario para anularlo, con lo que es probable que el procesamiento se vea interrumpido antes de llegar al final. Ha puesto en cuestión la libertad de expresión como valor imprescindible y la dignidad del Estado alemán para quitarle después el caramelo a Erdogan, que seguramente lo asumirá con su demostrada capacidad de encaje.

El debate puede parecer una nimiedad, pero no es muy diferente al que enfrentamos cuando se trata de negociar con terroristas, algo que todos creíamos que estaba superado. Con determinadas personas no hay nada que negociar ni nada que valorar, porque si se empieza cediendo en lo que creemos sin importancia les concedemos la mayor de las victorias: reconocemos que sus principios, por terribles que sean, son más fuertes que los nuestros y les trasladamos el mensaje de que la próxima vez no tienen límites a la hora de poner exigencias sobre la mesa. Son esas pequeñas cosas que parecen prescindibles ante los grandes temas las que nos diferencian realmente de ellos: la libertad para que cada quien se ría o no con un chiste sobre un "follacabras".

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