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Olor a fracaso

La experiencia indica que la edad más adecuada para comprarle su primer teléfono móvil a un hijo es ninguna

SOY UN EDUCADOR Y un padre estupendo, menos con mis hijos. A ellos no encuentro manera de meterles mano. Cuanto más firmes y rígidas son mis convicciones, menos tardan en romperlas. Me temo que, afortunadamente para ellos, en esto también voy camino del fracaso. Y ellos se aprovechan, debe de ser que me huelen o algo así; a veces los sorprendo en pleno abrazo mirándome como miran las leonas, agazapadas entre los matorrales, a ese búfalo cojo que camina al final de la manada en los documentales de La 2. Debo de oler a derrota. 

La última se llama teléfono móvil. ¿Cuál es la edad adecuada para que un niño tenga un teléfono móvil? Yo, como los expertos en estas cosas, tampoco tengo ni idea, por eso tiré por lo alto y pacte hace tiempo con mi chaval que los 15 sería una edad bastante razonable, cuando empezara a salir a dar una vuelta con los amigos, para tenerlo localizado y eso. Lo acordamos así después de hablarlo, porque soy un padre moderno muy de hablar las cosas en casa, sobre todo solo y en alto, para que me queden claras. Por eso no acabo de entender muy bien que hace mi hijo de 12 años con un móvil que no hace más que traerme preocupaciones. Vale que se lo he comprado yo, pero eso no cuenta porque lo hice sin la más mínima intención. Me olió, seguro, otra vez.

Lo acordamos así después de hablarlo, porque soy un padre moderno muy de hablar las cosas en casa, sobre todo solo y en alto

La culpa es de su madre, que es una frase que suelo utilizar constantemente, sobre todo solo y en bajito, como el búfalo cojo trata de camuflarse entre la manada pese a que toda la manada, los leones y él mismo saben que apesta a cena fría. Pero es que ya amenazaba con separarse –para mí que era solo otra disculpa para hacerlo, como las demás, cualquier cosita le vale, otra que me huele– si tenía que seguir recibiendo en su propio teléfono los mensajes de Whatsapp de los grupos en los que ya se había metido su hijo: los colegas del colegio, los del Fluvial, los del equipo... 

No me extraña, porque algunos de los mensajes eran como para preocuparnos. No por el contenido en sí, los depredadores no son tontos y sabían que en el grupo había madres al acecho, sino por la inconsciencia con la que utilizaban un instrumento tan poderoso como ese, un medio en el que todo queda por escrito y en el que los matices, las ironías y las intenciones con las que uno cree que escribe no siempre quedan claras para los que lo leen. Y menos entre personas aún en la preadolescencia. 

Ahí es justo donde yo estoy ahora. No en la preadolescencia, aunque sobre eso también hay opiniones, sino instalado en la preocupación y el dilema, paralizado entre su necesidad de abrirse a un mundo que será el suyo y mi miedo al mundo que nosotros hemos creado para ellos. 

Para estas cosas, además, no hay mucha ayuda externa. Como mucho, encuentras vagos consejos de supuestos expertos que te recomiendan que antes de lanzarles a la red hables con ellos, les expliques cuáles son los riesgos y les enseñes a protegerse de ellos, marcándoles normas y límites. Menos mal que leí a tiempo los consejos, porque yo estaba pensando en decirle a mi hijo que navegase sin restricciones ni precauciones, que diera acceso a cualquiera a sus cuentas y sus archivos y que no se cortara a la hora de compartir fotos y vídeos, mejor todavía si eran humillando a algún compañero o de su padre en pelotas. Lo que es el no saber. 

A falta de mejores soluciones, las herramientas más útiles nos las da la propia tecnología, en forma de un buen montón de aplicaciones que podemos instalar en los teléfonos y los ordenadores de los chavales para mantener bajo control su actividad en internet y las redes sociales. Funciona, pero tampoco acaban con el dilema: ¿Hasta qué punto es lícito espiar la vida de una persona en pleno proceso de formación como tal, que ya ha establecido círculos y vínculos de amistad propios, algunos de los cuales le durarán toda la vida? Porque no es lo mismo controlar el acceso a determinados contenidos evidentemente inadecuados que acceder, por ejemplo, a los chats de Whatsapp en los que el chaval se expresa y comporta en la confianza de su propia intimidad. 

Paralizado entre su necesidad de abrirse a un mundo que será el suyo y mi miedo al mundo que hemos creados para ellos

Sé que, en mi caso, son todavía doce años, que la coartada de la edad puede servirme aún para adormecer el sentimiento de culpabilidad. Y, sobre todo, agradecerías que a mi alrededor hubiera algunos padres y madres estupendos y mucho más responsables que yo que espiaran sin ninguna pudicia los chats de sus hijos y me contasen qué hace y dice el mío. 

Pero sé que no duraría mucho y que ni siquiera arreglaría nada. Que no hay manera de esquivar el conflicto íntimo entre lo que haces y lo que dices, entre tratar de mantener una relación que pretendes basada en la confianza y el instinto de protección que te alimenta el irrefrenable impulso de entrar en sus cuentas y mirarle hasta las entretelas. 

Supongo, espero, que el remedio también lo traerá la propia tecnología: más pronto que tarde, él la controlará mejor que yo y encontrará la manera de esquivar todas mis aplicaciones y cortafuegos, sacándome a la vez del dilema y del juego. 

De momento, la única solución eficaz, aunque momentánea, que se me ocurre es que el teléfono se vaya por donde ha venido. Creo que esperaré a que el chaval cometa cualquier torpeza en forma de vídeo chungo compartido, de mensaje salido de madre o de página web entrada en carnes para castigarlo con un largo periodo sin móvil. Hasta que cumpla dieciocho o veinte años, un tiempo prudencial, que le dé para meditar. Una decisión que huela a firmeza, que camufle mi cojera.

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