SI EL 2017 se nos escurrió de entre los dedos debemos andarnos con cuidado porque cualquier otro año lo hará. Hubo un momento en que el mundo entero se evaporó y no existía nada que no fuese Venezuela. Luego la estampa de Maduro se fue destiñendo y dejó paso a la alargada sombra de Cataluña, siempre al borde del caos, generando guiñoles a ambos lados de esa frontera que el 155 ordena que no exista. Por fuerza el 2017 tuvo que ser un mal año. Pienso en él y eso es lo único que se me ocurre: Venezuela y Cataluña. Y sin embargo nuestras vidas siguieron latiendo con brío, desmenuzadas, por inercia, invisibles, expectantes, desacompasadas, dubitativas, encorvadas, empeoradas, mejoradas, planas. De mil modos, pero con un denominador común en todos y cada uno de los casos: envejecidas, como mínimo, un año. No se pare ahora a mirar si lo gastó en asesinar al gato del vecino o en dar limosna a quien no la necesitaba porque mañana las doce de la noche quedará absuelto y la rueda volverá a girar. Si hasta mañana creía saber algo de verdad, lo creerá con más fuerza y no por ser más sabio, sino por ser más viejo. En todo caso, feliz año.
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