Blog | Ciudad de Dios

El padre de Caín

R econozco que no hace tanto tiempo que dejé de ser un imbécil despreciable, otro impresentable más de los que, con demasiada frecuencia, utilizaban el "sí pero" cuando la conversación trataba sobre la sinrazón del terrorismo de ETA. No es que me haya vuelto un tipo inteligente de repente, no. De ser imbé- cil no te libras nunca, sobre todo cuando tienes la mala costumbre de no pensar demasiado y verter tus opiniones por deporte, como quien practica squash o monta en bicicleta, pero creo que ya puedo afirmar que me he librado de la segunda de las etiquetas y por fin soy un imbécil sin más, tan solo un idiota a secas.

Para no tirarme por la ventana con semejante pasado a cuestas suelo decirme al oído que no era tan difícil equivocarse, sobre todo siendo tan joven, con mi exagerada tendencia al romanticismo y varios cientos de kilómetros entre mi casa y el revelador estallido de las bombas. A tanta distancia no se huele el miedo, no se intuye la incertidumbre de no saber qué puede pasar mientras vas de camino al colegio; no se mastica la desconfianza de las miradas, de los gestos, de los saludos; no molesta el silencio. Desde un pequeño pueblo de la costa de Galicia apenas consigues ver más allá del folclore y la propaganda, de la ropa vaquera y la barba de aquellos jóvenes que se tiraban al monte para defender a su pueblo, otra película más de indios y vaqueros en la que tú te posicionabas, cómo no, del lado de los oprimidos mechudos.

Durante demasiados años fue ETA una extensión alejada y difusa de mi propia revolución, del desafío a una autoridad que me asfixiaba con sus convencionalismos y tradiciones incomprensibles, de la más absoluta e inquebrantable ignorancia. Entonces sucedió algo que cambió mi perspectiva, un suceso tan trivial como una simple anécdota de bar contada por un vecino recién llegado de Pasajes, otra de las innumerables quintas provincias gallegas. Después de meses de marea, enrolado en un bacaladero de una armadora vasca que empleaba a medio Campelo, había regresado con ganas de ver a la familia y tomarse unos vinos en el Otilio, con los de siempre, todavía impresionado por algo que le había contado la dueña de su pensión, allá en tierras vascas. Con las palabras justas nos relató la historia de aquella mujer que había perdido un hijo y deambulaba por la casa arrastrando su ausencia. Al pobre desgraciado se le había disparado su arma mientras la limpiaba, contaba la mujer, mientras decoraba la historia con infinidad de detalles y lágrimas: el sonido del disparo, un eco atroz dentro de la casa, su carrera escaleras arriba, la imagen de su hijo tirado en la alfombra, la pistola, la sangre… Todo era mentira. Días más tarde se enteró mi vecino por un conocido de que al hijo de la casera lo había matado ETA, de ahí su estupefacción y también la mía, nuestra más absoluta incapacidad para comprender qué empuja a una madre a convivir con la mentira sobre la muerte de su propio hijo.

La semana pasada se emitió en Telecinco El padre de Caín, una miniserie basada en la novela homónima de Rafael Vera. Más allá de la calidad de la ficción, siempre opinable, no pude evitar un cierto malestar, un pequeño lapsus que me devolvió a oscuros pantanos de concepciones equivocadas, a sensaciones reconocibles y contrapuestas que creía superadas. Entre un selecto ramillete de legítimos testigos de la barbarie, la cadena decidió colarnos las impresiones del antiguo Secretario de Estado en un reportaje posterior, un buen intento de rememorar los años del plomo manchado con la presencia de un personaje condenado por su implicación en el secuestro de Segundo Marey y la guerra sucia contra ETA. No pude evitar estremecerme con la impresión de que, en este país, sigue habiendo gente a la que molesta más la mención de la cal viva que su uso como herramienta legítima del Estado de Derecho, algo a lo que me remite siempre la presencia de Rafael Vera en los medios.

El terrorismo de ETA es la peor lacra que ha sufrido España desde que yo tengo uso de razón- por suerte nací con la democracia- y cualquier intento de justificación, incluso las más bondadosas, deberían ser desterrados de nuestro imaginario de una vez por todas. Nada justifica la muerte, el terror y el acoso de una banda criminal a un país entero. Nada suaviza el horror de familias que prefieren convivir con la mentira antes que con la incomprensión y el rechazo de sus propios vecinos. Por idénticas razones deberíamos evitar cualquier tipo de reconocimiento a quienes fueron capaces de avergonzar a nuestra democracia rebajando al Estado a los lodos de ETA. Ver a Rafael Vera cosechando los beneficios de sus acciones, disfrutando de su minuto de gloria ante las cámaras, es una de esas cosas que debería ofendernos a todos. Él pertenece a ese segmento que afrontó el terrorismo como una guerra entre bandos cuando no era más que barbarie unilateral, cuando la mayor fuerza del país residía en combatirla con el uso exclusivo de la ley. Su visión de los hechos me importa una higa, lo mismo que la de todos aquellos que brindaron apoyo a quienes trataron de imponer sus ideas a hierro. Por buscar consuelo, me quedo con lo expresado por Gabriel Rufián, diputado de ERC, la misma noche de autos: "La buena noticia es que mientras Rafael Vera hace #ElPadreDeCaín no hace otras cosas". Y tanto que sí.

Comentarios