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Inconsistencia

Ilustración para el blog de Rafa Cabeleira. MARUXA
photo_camera Ilustración para el blog de Rafa Cabeleira. MARUXA

HACE AÑOS ME COMPRÉ una pizarra enorme en el chino del barrio, la más grande que encontré. Comenzaba a ganarme la vida escribiendo pequeños textos y entendí que la naturaleza del oficio exigía este tipo de reacciones neuróticas: una noche te acuestas satisfecho, pensando en un buen hotel donde coronarte como el nuevo Julio Camba, y al día siguiente te despiertas con los nervios destrozados, incapaz de escribir una sola línea sin haber plasmado antes la idea principal en un gran pizarrón. "No se me puede escapar ni una sola. Las ideas son dinero en el banco", me repetía una y otra vez en la ducha, enjabonándome con furia al tiempo que practicaba el nuevo procedimiento con ayuda del vapor y la mampara. "Comprar pizarra en los chinos", escribí con el dedo.

Aquella mañana entré en la tienda de baratijas como mi madre entraba en El Corte Inglés cuando todavía nos creíamos ricos. Llevaba la determinación dibujada en la cara, lo sé porque desde pequeño adquirí la buena costumbre de espiar mi propio reflejo en los escaparates. Veloz y despiadado recorrí los estrechos pasillos de aquella jungla comercial como un piloto de planeadoras, jugándome la vida en cada recodo y con el dependiente pisándome los talones, implacable como una patrullera de la armada. Fue amor a primera vista, no miré ni el precio. Y en ese estado de excitación primitivo me dirigí a la caja palpándome los bolsillos, inquieto ante la posibilidad de que el vil dinero se interpusiera entre nosotros.

Todavía recuerdo el primer apunte, aquella idea tan original que convenía ponerla a buen recaudo para no terminar mendigando anécdotas ajenas por los bares, como suelo hacer ahora: "marinero jubilado —no sabe nadar— curso de natación". Me quedé un rato mirándola, exultante ante la belleza práctica de mi nueva herramienta e imaginando los réditos futuros de la inversión. "Seis euros no es dinero", me decía cuando comencé a sentir cierta incomodidad, una nueva y urgente necesidad acechando desde algún oscuro rincón de mi cabeza: "Rotuladores de colores, no se puede organizar un archivo de ideas en condiciones sin rotuladores de diferentes colores". Luego fueron las alcayatas porque, ya se sabe, acumular ideas no sirve de nada si no las tiene uno a mano, constantemente a la vista. Y después el martillo, porque las alcayatas no se pueden clavar con una cuchara sopera ni con una lámpara flexo… Y a fe que lo intenté. Al final del día, en resumidas cuentas, había entrado y salido tantas veces del chino que a punto estuvimos de sellar un tratado de libre comercio entre las dos potencias.

"No quiero eso colgado en la pared", dijo ella al llegar a casa. Mi primera reacción fue la de un niño pequeño al que le quitan su juguete favorito: boquita apretada y mirada de odio, inofensivo pero desagradable. Luego me puse a argumentar, amparado por una cierta objetividad. Reclamé mi autoridad sobre aquel espacio que consideraba mi oficina y señalé las necesidades inevitables del proceso creativo, todo ello sin demasiado éxito. "No es tu oficina, es nuestro dormitorio. Y si quieres apuntar ideas te compras una libreta como todo el mundo", zanjó ella la cuestión antes de quitarse la ropa y ponerse el pijama. Fue un duro revés y, sin embargo, no pude evitar cierta sensación de euforia, de triunfo repentino: en un abrir y cerrar de ojos me había convertido en un autor perseguido, repudiado, casi maldito.

La pizarra terminó debajo de la cama, abandonada a su suerte junto a un juego de pesas sin estrenar, una guitarra eléctrica, su correspondiente amplificador, una máquina de escribir, un puzle de 33.660 piezas y otros pasaportes efímeros a la felicidad que no llegaron a cumplir las expectativas. "Pizarra de las ideas, ahora cultiva sueños", apunté en la nueva libreta convencido de haber dado, otra vez, con un verdadero filón. Por fortuna para todos, este tipo de invenciones suelen morir al poco tiempo de nacer, abandonadas a su suerte como pequeñas tortugas marinas. Se lo decía un viejo profesor del instituto a mis padres cuando se plantaban cada cierto tiempo en su despacho, preocupados por mi futuro: "Su mejor virtud es la inconsistencia". Debería grabarlo en piedra. O recitarlo mil veces cuando voy de camino al chino, con el dinero quemándome los bolsillos.

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