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Messi

A PEDRO, mariscador recientemente jubilado y natural de Lourido, lo apodaban Messi todos sus compañeros de profesión para distinguirlo como el indiscutible número uno de la ría, el dominador absoluto del duro y mal pagado oficio de rastrillar estos fondos fangosos en los que malviven toneladas de felices almejas y berberechos. La cosa tiene su mérito. En la Cofradía San Telmo de Pontevedra no se regalan los halagos, eso bien lo sabe dios o quien sea que esté al tanto de estas cosas. Se trata de una agrupación de lobas y lobos de mar acostumbrados a escatimar afecto hasta en las actuales fechas navideñas, ya no digamos en el saludo, pero a Pedro lo rebautizaron con el nombre del astro argentino en una clara señal de respeto, admiración y, por qué no, el punto justo de retranca necesaria para soportar las inclemencias y calamidades propias del oficio. 

Antiguamente, el marisqueo en nuestra ría se regía por las mismas leyes que la fiebre del oro en el Yukón, es decir: ninguna. Los días en que se mantenía abierta la veda, aquellas casi desaparecidas embarcaciones de madera salían y entraban del puerto de Campelo sin descanso, apenas el tiempo justo para vender las capturas acumuladas durante horas de buena marea antes de regresar al mar, a por más, una y otra vez. Mi padre, que también tuvo su época de mariscador, se compró un coche con lo ganado en una semana de trabajo, día y noche yendo y viniendo con la gamela cargada de moluscos hasta los toletes. Cuando las autoridades decretaban el cierre de la temporada, comenzaba la práctica del furtivismo. El trajín de embarcaciones se hacía menos evidente pero no por ello menos abundante. Fueron décadas de un saqueo continuado por cuatro perras mal contadas que puso en peligro la supervivencia de los bancos marisqueros hasta que la Xunta de Galicia tomó cartas en el asunto e impuso un escrupuloso sistema de cuotas que, como suele pasar con las decisiones políticas, no arreglo el problema. 

Mi amigo Pablo, al que en estas fechas tan señalas no logro quitarme de la cabeza, también era mariscador, como nuestro protagonista de hoy, y mejor que nadie conocía la dificultad de regresar a puerto cada día con las capturas estipuladas para cada especie. Tampoco es que fuese un esclavo del trabajo, siempre fue partidario de trabajar para vivir, no de vivir para trabajar, lo que habla muy bien de él y de sus prioridades. Se podría decir que Pablo solo se vestía de genio algún día a la semana mientras que Messi, al menos por estas latitudes, sí era Maradona todos los días. Su conocimiento de la ría, del oficio y una perseverancia a prueba de desaliento arrojaban números inalcanzables para el resto de aspirantes a su trono de dictador amable y reservado. “"Yo, el día que cojo todas las cuotas llamo a Betty, nos bañamos en champán y hacemos el amor"”, decía Pablo para poner en valor la incomparable regularidad de nuestro genio. 

Recuerdo una ocasión en que me pasé por la lonja, no recuerdo exactamente a qué, y me topé con él. Llevaba puesta la ropa de aguas, la remera habitual en estos terrenos de juego, y me impresionó aquella sonrisa suya, una mueca de aparente ingenuidad, apenas perceptible, que denotaba la satisfacción del trabajo bien hecho, el compromiso con la tradición y, por qué no, el verdadero orgullo de la gente del mar. Y resultó que mientras él descargaba sus capturas, los otros mariscadores se iban agolpando poco a poco sobre la punta del muelle para dedicarle reverencias y cánticos propios de un estadio de fútbol. "“¡Messi, Messi, Messi!”", voceaban todos. “"¿De qué planeta viniste?"”, le gritaba Pablo desde la distancia, totalmente entregado a la causa. Y pese a lo excepcional de la estampa, lo que más me sorprendió fue su actitud ante semejantes muestras de admiración: no solicitó que le acercasen bebés para besarlos, ni siquiera insinuó la posibilidad de firmar algunos autógrafos en el pecho de las mariscadoras presentes, como habría hecho cualquiera en su lugar. Simplemente agachó la cabeza, agarró los sacos con las capturas y se rascó el cuello con la mano libre mientras se limitaba a corresponder son un sencillo “"no me llaméis Messi, joder"”. Con la carne del alma de gallina, que diría Sabina, no pude evitar acordarme de aquello que decía siempre mi abuelo sobre coser la gloria con hilo de humildad. 

“Yo solo quiero ser un buen padre y un marido”, me dijo en cierta ocasión que coincidimos en la cola de la Caja de Ahorros y le pregunté por su supuesta genialidad, el ocupado en ingresar su bien ganada soldada y yo pensando en las posibilidades reales de atracar dicha sucursal. Según Balzac, al que ninguno de los dos Messi han leído nunca, ni falta que les hace, su respuesta lo confirma como ambas cosas. Mi querido Pablo, que siempre insistía en que debía contarles a todos ustedes esta historia de barrio, afirmaba que su mera presencia convertía al de Poio en el municipio más peculiar del mundo, una auténtica rareza en la galaxia, el único lugar del planeta en el que, para nuestra desgracia, Messi era del Real Madrid. “"Y todavía le exigirán que gane un Mundial, es de no creer"”.

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