Blog | Ciudad de Dios

Querido desconocido

NO VEO a Reverte desde hace un par de semanas, ausencia que me tiene un tanto preocupado. En realidad no lo conozco de nada, nunca he cruzado una sola palabra con él y tampoco sabría decir si vive en el barrio o es uno de esos señores mayores que se pasan el día de aquí para allá, buscando su sitio. Es muy posible que ni siquiera se llame Reverte, de hecho. Puede que simplemente se llame Pepe o Manolo, como la mayoría de personas que te cruzas por la calle. Bautizar desconocidos es una costumbre que adquirí de pequeño y todavía no he abandonado, como la de comer potitos de fruta para merendar. Supongo que se trata de un intento más o menos eficaz por combatir ciertos miedos y fingir que lo tengo todo bajo control, de evitar cualquier tipo de sorpresa desagradable y sin apellidos. Recuerdo a un yonqui que venía al bar de mi abuelo, a finales de los ochenta, y cuya sola presencia me aterrorizaba. Un buen día, no sé por qué, comencé a llamarlo el Rubio, como aquel personaje de Clint Eastwood en El bueno, el feo y el malo, y la cosa resultó. Llegó a ser un extraño tan familiar que incluso terminé pasándole papel de plata a escondidas mientras me preguntaba, inconsciente, qué tanto bocadillo envolvería aquel pobre diablo con cara de no haber comido durante semanas. El caso es que, como decía al principio, hace más de quince días que no veo a Reverte y su ausencia me empieza a pesar; creo que lo echo de menos.

Recuerdo que reparé en él por primera vez a finales del verano pasado, una mañana que me levanté tarde y me puse a mirar por la ventana mientras devoraba lo que alguna vez había sido una naranja. Era un señor mayor- enseguida le calculé unos doscientos años- con unas gafas de lupas gruesas, algo de chepa y un temblor en la mano derecha que me pareció preocupante para tan tierna edad. Se pasó varios minutos delante de una farola y luego se fue, con esos pasos cortos y arrastrados de quién ha vivido tanto que no entiende las prisas. Intrigado por tan extraño proceder me vestí aprisa, bajé a la calle y me planté frente a la farola en cuestión sobre la que descubrí un pequeño papel pegado con varias toneladas de celofán, un anuncio de un supuesto chamán peruano que afirmaba poder curar infinidad de enfermedades entre las que incluía el reuma, el cáncer, el mal de amores y la homosexualidad.

A los pocos días volví a toparme con él, todavía un señor anónimo, sin registrar. Regresaba yo de una noche de copas que se me fue de las manos, con las calles infestadas de niños correteando como salvajes mientras sus madres los observaban desde la distancia de una soleada terraza, bebiendo vermut. Reverte estaba parado frente a un escaparate, la misma actitud queda y reflexiva del primer encuentro, con la nariz casi pegada al cristal. Me pare tras él, simulando atarme un cordón de los tenis, y de reojo pude leer un cartel que anunciaba algo así como "Sujetadores de tallas grandes: gran variedad y los mejores precios". En realidad solo intuí unas cuantas palabras pero los maniquís y el género que portaban terminaron por completar la frase. Esa misma tarde, todavía sin poder dormir y harto de imaginar mamas en las manchas de humedad del techo, bajé a comprar una cristina de nata y volví a toparme con él, esta vez encorvado sobre una carta de panes y empanadas, lo que disipó mis dudas sobre la conducta de aquel extraño: el viejo era un lector voraz, sin más, y por eso decidí empezar a llamarlo Reverte; así funciono yo.

Durante estos últimos meses, y hasta su preocupante desaparición, lo he visto casi todos los días rondando por la calle, siempre con la mirada clavada en cualquier texto de los que empapelan nuestras vidas: esquelas, folletos del Bricoking, carteles de fiestas patronales, avisos de desahucio… Todo parecía interesar a un Reverte que nunca me dio la impresión de ser uno de esos lectores puntillosos que se pasan el día despotricando de los editoriales y los columnistas de cualquier diario, otro cronista frustrado que se asombra de que los gerifaltes de algún medio no hayan reparado en su incuestionable talento. El otro día, sin ir más lejos, un señor de Sevilla se molestó en dejar un comentario de ochocientas palabras bajo una de las columnas que publico en un conocido periódico nacional. Entre otras lindezas, me acusaba de tener muy poca tinta, de no conocer el oficio y de mancillar el honor de una cabecera que había acogido bajo su pecho a lo más granado del periodismo patrio. Terminaba tales alegaciones presentando sus propias credenciales y cierta insinuación de un apetecible bajo coste en comparación con mi millonario salario, así que no me quedó otro remedio que asentir y ponerme a rezar para que ningún responsable reparase en las verdades, tan bien cantadas, que había garabateado aquel lector.

Pero Reverte es de otra pasta, él no odia al redactor ni se cree mejor que el columnista de turno. Reverte se desplaza por la vida con alegría disimulada y lee cuanto se le ofrece sin rechistar, sin ningún remilgo. Quizás por eso tenga la vista tan desgastada y necesite de unas lentes tan aparatosas, incluso es muy probable que el temblor de su mano no sea más que un gesto de asombro repetitivo, un madre mía gestual y continuado. Alguna vez, absorto en una soledad avariciosa y engreída, he fantaseado con que Reverte se paraba frente a una de mis columnas y dejaba correr las horas frente a ella hasta chuparle el tuétano de los huesos. En mi delirio de escritor mediocre he llegado a soñar con que Reverte moría tras leer semejante mierda y que eran palabras mías lo último que se llevaba a la tumba, grabadas a fuego en la retina. Son pensamientos abominables que trato de apartar de mi cabeza pero no puedo evitar, querido Reverte. Ojalá sigas vivo y puedas leer estas líneas donde quiera que estés, si todavía estás. ¡No te mueras nunca, Reverte! Y si la parca te llama que sea mientras lees a Cota, a Rozas o a Diana que, al fin y al cabo, no te conocen de nada.

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