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'VHS'

HACE UNAS semanas leí que la última empresa dedicada a la distribución de productos en soporte VHS anunciaba su cierre definitivo para el final del presente año, una noticia a la que no presté la suficiente atención en su momento pero que me ha rondado por la cabeza como esos mosquitos que no terminan de picarte y se empeñan en zumbar toda la noche a tu alrededor, pequeños, pertinaces y muy capaces de amargarte la existencia con su mera presencia. Finalmente, ese runrún interior ha terminado por provocarme una enorme conmoción pues con el VHS se nos va media vida, al menos a unos cuantos puretas a los que la explosión de la telefonía móvil, los píxeles y las redes sociales nos han pillado con el pie cambiado y en la casilla de cárcel, por no decir en la de la muerte.

La semana pasada fui visitar a mis padres, algo tan excepcional en los últimos tiempos que cuando me planto frente a su puerta tengo la tentación de sacar el carnet de identidad y presentarme formalmente, como si fuese un inspector del gas. Tras los saludos de rigor, un par de reproches y una improvisada merienda, decidí dormir una pequeña siesta en mi antigua habitación, la cual, con el paso del tiempo, se ha convertido en el típico aposento de niña en honor a esa hermana que nunca tuve y que ellos tanto desearon: cortinas bordadas, cuadros de flores y mariposas, un nórdico rosa sobre la cama e incluso una foto de un joven Kirk Cameron enmarcada sobre lo que un día fue mi escritorio, la enésima demostración de la seriedad con que mi madre acomete este tipo de reformas emocionales. No pude evitar sentirme un extraño en lo que había sido mi reino privado, todavía fresco el recuerdo de aquel cubículo oscuro, decadente, personal, con las paredes llenas de posters de jugadores de la NBA, mitos del rock y Sabrina Salerno. El único rastro de mi paso por aquella estancia era mi vieja estantería, intacta e infestada de cintas de video VHS, cientos de objetos con el escudo del Barça y los dos únicos libros que leí antes de emanciparme: uno de Jorge Valdano y la biografía de Romario.

Recuerdo el día en que mi padre y yo entramos en una famosa tienda de la ciudad para comprar el primer reproductor de vídeo de la familia. Como siempre hemos sido de naturaleza confiada, salimos de allí con un Sony Betamax bajo el brazo, aconsejados con entusiasmo por un diligente vendedor vestido como un cantante de boleros, además de tres películas de alquiler: Indiana Jones en busca del Arca perdida, Operación Dragón de Bruce Lee y Le llamaban Trinidad, con Bud Spencer y Terence Hill. Fueron días felices, sin duda, pero a los pocos meses empezamos a caer en la cuenta de la escasa oferta disponible para el formato elegido mientras el despreciado VHS copaba las estanterías de los videoclubs con más y más títulos de estreno, especialmente en el ámbito de la pornografía más comercial aunque, por entonces, no era yo consciente de la importancia capital de esto último detalle. Como pueden imaginar, el Betamax terminó acumulando polvo en el garaje mientras en el salón lucía un nuevo reproductor, esta vez sí, en formato VHS.

Volviendo a mi antigua habitación, y como les decía al principio, allí estaba la mitad de mi vida recopilada en riguroso orden alfabético: incontables partidos de fútbol, etapas del Tour de Francia, capítulos de varias telenovelas de los ochenta, (mi primera adicción confesable), y alguna que otra película de esas que uno consideraba imprescindibles y convenía tener siempre a mano como Loca Academia de Policía, El Pico o la trilogía de Porky’s. De un rápido vistazo pude rememorar mi universo infantil y juvenil, me golpeé de frente con la imagen de aquel pequeño gilipollas que tenía miedo a salir de casa y se encerraba en su habitación rodeado de sus héroes de celuloide casero: desde Larry Bird y Schuster hasta Luis Alfredo, el protagonista masculino de Cristal, pasando por Luke Perry, Andrés Pajares o Michael Dudikoff. Allí estaban todos mis sueños y fantasías acumulados en cintas regrabables TDK o PDM, pequeños cajones de una memoria que fui perdiendo a base de malos bares y peores hábitos a partir de los 18 años.

Salí de la habitación con lágrimas en los ojos, en parte por la emoción del reencuentro con mi yo anterior y en parte por culpa de una alérgica loción de lavanda con que mi madre se encarga de mantener la casa perfumada, en especial mi afeminada habitación. Con la muerte del VHS se termina un tiempo donde la vida era emocionante y la tecnología se presentaba como una amiga sencilla, nada que ver con este infierno actual que nos obliga a leer manuales de 600 páginas para poder encender un maldito teléfono o programar los canales de la TDT. Seguramente no éramos la generación más preparada ni interconectada de la historia pero, créanme, nos sobraba intuición para saber dónde guardaban nuestros padres las películas prohibidas y derrochábamos disciplina para devolverlas a su lugar con precisión militar, casi quirúrgica, rebobinando la cinta hasta el minuto y segundo preciso en el que ellos la habían abandonado para no dejar pistas. Sin saberlo ni pretenderlo, nos habíamos convertidos en precursores de los actuales hackers mientras el imbécil de mi sobrino, que presume de entender Mr.Robot y desayuna manipulando una tablet, todavía se ruboriza cada vez que alguien dice la palabra paja... ¡Bendito VHS!

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